lunes, 17 de octubre de 2022

el escritor es un cazador insomne

con respecto a lo de ser escritor pues antes pensaba que el oficio te lo daba una mirada única y es cierto que no basta con tratar de poner una palabra detrás de la otra sin alterar nada, sino que hay que estar dotado de una perspectiva que lo transforme todo y provoque seísmos en la mente del que lo lea pero tampoco con mirar es suficiente ¿no? también habrá que materializar lo mirado de algún modo, entonces deseché esa hipótesis platónica de que uno nace poeta y que plasmar eso que se siente supone una especie de corrupción, aunque sigue sin convencerme eso de que para ser escritor haya que vender muchos libros porque entonces eso que empezó siendo un golferío errabundo y solitario se convierte en una especie de curro a destajo con horarios y fechas de entrega en definitiva en un trabajo duro que te cagas y eso es algo que precisamente querría evitar a toda costa si fuese escritor porque luego te conviertes en uno de esos que publican algo cada año sin tener nada nuevo que decir/ porque no da tiempo a generar sustancia básicamente/ no porque el dinero sea algo sucio ni nada por el estilo al carajo todo está podrido de todos modos sin necesidad de que haya dinero de por medio el dinero está bien igual que está bien amasar excrementos entre las manos así que finalmente por lo pronto y mañana ya se verá un escritor se podría definir como un cazador insomne/ aquel que sabe que las palabras no le pertenecen sino que su tarea consiste en permanecer agazapado tras los arbustos esperando que aquellas como aves levanten el vuelo y formen constelaciones insospechadas y entonces sienta la necesidad insobornable de levantarse de la cama aunque al día siguiente curre y eso signifique que va a levantarse con los nervios electrizados por la falta de sueño y pum pum pum las deje clavadas en el silencio abrumante de la noche formando estelas de luces magistrales/ así que sí que por lo pronto y hasta mañana por lo menos decreto que un escritor es un ser infame que busca carroña cuando todos duermen/ básicamente porque es lo que estoy haciendo yo ahora mismo y esa es toda la fidedignidad que podéis esperar de la poesía

    y en cuanto a la literatura, respeto e incluso ADMIRO a esos narradores que tienen la paciencia de ir hilando elementos presuntamente ficticios con finura y distanciamiento emocional como quien construye una catedral gótica con palos de helado/ porque para mí el escribir siempre va a ser un acto tan voyeur como exhibicionista y todo lo que necesito para escribir es un suceso REAL y una hipérbole/ y es algo que me parece que está ahí desde los primeros balbuceos de la literatura, como cuando en el poema del mío cid se cuenta que este les arrancaba la cabeza a cien moros de un mandoblazo/ así que creo que sí/ que si me dieran a elegir entre tú y la riqueza pues que me quedaba con la hipérbole porque si voy a una fiesta de breakbeat y veo a cinco canis liarse a botellazos por una piba pues qué te voy a contar que eran cinco pues no te cuento que eran cincuenta para tratar de generar el mismo impacto en tu imaginación que el que la realidad me produjo a mí en ese momento, en fin que la literatura debe abusar de su libertad para ensanchar la realidad en su espejo deformante y ser excesiva y violenta y repulsiva y a la vez ninguna de estas cosas en verdad/ solo me sentiría satisfecho y realizado si escribiese un libro con el que tras poner el punto final me quedase como convulsionando al pie de un muro una mañana dominical o como un perro ahorcado en un tendido eléctrico para que luego pasase el vecindario y me mirara avergonzado de estar viendo aquello tan propio de sí mismo pero que al mismo tiempo jamás revelaría en público o con risitas nerviosas pero sin mucho más que vilipendiar porque ya lo he dicho todo y sabe que por desgracia se ve más reflejado en mí de lo que le gustaría y es que parece que como no me hicieron bullying en el colegio y a todos tendrían que hacernos un poco de bullying en el colegio/ sobre todo si somos nosotros mismos los que nos lo hacemos/ pues parece que concibo la literatura como una exposición pública y narcisista del ser miserable y abyecto que habita en nosotros/ y poco más/ de vez en cuando algún pequeño atisbo de esperanza que se vería prontamente pisoteado pero poco más realmente

viernes, 20 de mayo de 2022

E-pistola 27 (a.k.a. Clinamen fluvial)

 Y allí sobre un lecho barato, miserable,
el cuerpo tuve del amor, los labios
voluptuosos y rosados de la embriaguez —
tal embriaguez, que aun ahora
cuando escribo ¡después de tantos años!,
en mi casa vacía me embriago de nuevo.
Constantino Cavafis, «Una noche»


¿Sobre cuántas camas nuestros cuerpos habrán caído rendidos –como una bendición– con apenas la fuerza necesaria para unas caricias postreras y unas últimas frases borrachas de plenitud? Ahí, entonces, tiene lugar ese gestito tuyo que me conmueve más que la caída de siete imperios, que me colma de un regocijo mayor que siete amaneceres: cuando te das la vuelta, acercas tu espalda coquetamente a mi pecho y, finalmente, encajas tu bello culo cálido contra mi cintura, con un golpe tan discreto como irrebatible.


¿A cuántas calles meridianas y bulliciosas nos hemos lanzado para contemplar las pintadas de sus muros –aquel «ya no soy kantiano», aquel «a ti te gustan los malos»– y los escaparates de las librerías, más absortos realmente en las palabras que manaban a borbotones de nuestras bocas sedientas del otro? ¿Por cuántas calles regresaron a casa nuestros cuerpos agotados de amarse bajo balcones preñados de luz tenue?


Jamás pensé que un año después de conocerte a la vera del Guadalquivir volvería a escribirte otra e/pistola, enfrascado como estaba en ir preparando textos trágicos que lamentasen el fogonazo de placer que habías imprimido en mi devenir y aliviasen el dolor que dejarías tras el naufragio. Te juzgué mal. O, más bien, enseguida percibí tu naturaleza contradictoria: mitad ninfa, mitad súcubo; mitad corteza de haya, mitad terciopelo eléctrico; mitad cabaña silvestre iluminada por un fuego titileante, mitad habitación de motel por cuya ventana se cuela una cascada de neón rosáceo. Y no sabía cuál me mostrarías…


Cuando follaba contigo –esa enfebrecida y animal batalla, cada vez más profunda, cada vez más violenta– siempre tenía la sensación de querer llegar más allá, más adentro, hasta un enclave borroso en que nuestras almas fuesen una. Aquel blablacar que cancelé después de que me dijeras que mis prácticas amatorias te parecían suaves… Has convertido mi dulce concupiscencia en un brutal alarido. 


Pero, a pesar de los dedos clavados en la carne –próximos a la desolladura–, a pesar de las arcadas, de la piel enrojecida, de las gargantas aprisionadas, del ansia con que nuestras bocas se apretaban, había una barrera que nunca alcanzaba derribar. Como si todo el festival de lujuria no fuera sino un mero santuario de placer en el que yo rezase implorando por una fe que no me llegaba. Hasta aquel mañaneo en que la pared del Centro Federico García Lorca cobijó nuestras espaldas fatigadas de danzar alrededor de los sonidos eléctricos de una tribu embadurnada en purpurina. 


Qué dulces al recuerdo la blancura de este muro y el tibio sol de invierno que nos bañaba. Cuando me anunciaste –como se anunció el ángel Gabriel a la Virgen María– que teníamos pendiente un café en alguna terracita nostálgica de Lisboa. Obviamente, este cuartito de siglo que he devorado ha sido lo suficientemente revelador –con mis lecturas, mis vivencias– como para prevenirme de mis deseos de algo eterno. En cambio, creo que sigue siendo igualmente legítimo –en nombre de la poesía y de la belleza– construir palacios aéreos y volátiles en los que vivir a crédito. Aunque luego se desplomen y haya que refugiarse nuevamente en un precario habitáculo de nihilismo ponzoñoso.


No sabes cuán fortunoso me siento de haber podido trazar contigo esta nueva mitología a lo largo del club de lectura nómada que han sido nuestras colisiones fugaces. Este nuevo lenguaje tallado a medias y repleto de aires vanguardistas, flamencos y contraculturales. De nostalgia por épocas pasadas en las que bullía una mayor vitalidad colectiva en los barrios. De músicas agresivas que invitan a la autodestrucción jubilosa o sensuales como un gemido anónimo en la madrugada. De extrañas e inasibles teorías que pretenden devolver a la nociva concepción de humanidad el elemento animal y monstruoso que le fue arrebatado. Etcétera. 


En definitiva, adoro que nuestra comunidad caleidoscópica se haya vuelto operante. Que después de aquel clinamen tórrido y fluvial, el secreto que marca la distancia interpersonal se haya visto estrangulado por una complicidad cada vez más tierna. Ahora nos miro desde fuera, como un transeúnte solitario que caminase ebrio por los alrededores de la calle Carmen aquella noche, y nos veo presos de una carcajada irreductible, compartiendo las lecturas que más habían marcado nuestra identidad: Rayuela, lxs beats, etc. y cualquier texto que te dedique me resulta vacuo, un mero balbuceo incapaz de asir la gracia de nuestros pasos y el rugido atronador de nuestras miradas. 


       Tantas palabras para un mismo sentimiento… Tantos altos vuelos para poder decirte –tratando de provocar el mismo efecto que la primera vez que te lo susurré, en aquel airbnb cutre de Dos Hermanas– que te quiero, abyecta y peligrosamente, y que espero que sigamos intercambiando fanzines por mucho tiempo.

domingo, 17 de abril de 2022

Dancing in the streets

Para Laura...

«Escucho un tango y un rock
y presiento que soy yo
y quisiera ver al mundo de fiesta.
Veo tantas chicas castradas y tantos tontos que al fin
yo no sé si vivir tanto les cuesta.
Yo quiero ver muchos más delirantes por ahí
bailando en una calle cualquiera»
Charly García, «Yo no quiero volverme tan loco»


Hace un par de meses fui a Roma y me entró una tristeza rabiosa al ver que habían prohibido, bajo pena de una multa considerable, que la gente se sentase en los icónicos 135 peldaños que comunican la plaza de España con la iglesia de Trinità dei Monti. Esa escalinata en la que una Audrey Hepburn desclasada disfrutaba de las delicias de no pertenecer a la realeza tomándose un helado en aquel clásico del cine titulado Vacaciones en Roma. En ella, una princesa harta de su rígida rutina decide escaparse para participar del bullicioso anonimato del pueblo llano, sustrayendo así su persona del espectáculo diplomático. También, esta escalera fue retratada en una cinta en la que Fellini capturó su personal visión de la capital italiana. La llamó –sencillamente– Roma. Y, en las escenas que transcurrían en este enclave, aparecía un buen puñado de jipis y otros bohemios andrajosos agolpados en sus escalones, valiéndose de su derecho natural a desparramarse en los espacios públicos para crear comunidad y fumarse unos porros al sol. En cambio, todo esto parecen ahora recuerdos fantasiosos de una época en la que las calles nos pertenecían. 



    Hará también un par de meses fui a un concierto del grupo de rock progresivo andaluz Plastic Woods, los cuales teloneaban a una banda madrileña de posrock, Toundra, que me sorprendió muy gratamente. Iba con mi amiga Laura, una criatura insólita con el corazón de trigo y leña a la que me une no solo una relación extrañamente añeja para los tiempos que corren, sino un espíritu hedonista, caótico y orgullosamente chabacano que nos hace definirnos con dos frases: «eclecticismo o barbarie» y «no sé por qué la peña se complica tanto». 

    El concierto fue en una pequeña sala que se encuentra allá por los polígonos que rodean la ría. Y un aparte que quiero hacer a este respecto es que, durante una conversación con otro amigo, comentábamos de pasada el extraño hecho de que prácticamente todas las salas de fiestas malagueñas estuviesen ubicadas en la periferia. Y la verdad es que me parece muy bello que, al caer la noche, estas zonas pierdan su condición productiva y apolínea, los trabajadores se marchen a sus casas y todo aquello metamorfosee en un no lugar desierto, de apariencia postapocalíptica y apropiado para su invasión por parte de una «infame turba de nocturnas aves» regida por la economía del potlatch. Una ciudad sin ley dedicada al vicio y los placeres del cuerpo, repleta de vehículos vibrantes de beats frenéticos y monstruosos que se agolpan en los parkings. Sus calles, entonces, devienen una especie de parques de bolas en las que los niños perdidos pueden lanzarse por una cuesta montados en carritos de la compra, utilizar los contenedores a modo de patineta y subirse por los techos de las furgonetas para saltar de uno a otro. 

    Volviendo a la noche en cuestión, al concluir los conciertos, salimos de la sala dando más tumbos que Las Grecas y decidimos retirarnos a casa para proseguir nuestro palique etílico. Pero, pasando por la rotonda de la feria, pusimos a toda ostia «Blue (Da Ba Dee)», un temazo deliciosamente noventero con el que llevábamos varios días obsesionados, e hicimos un alto en el camino para bailar con tanta entrega que, a pesar de su efímera sencillez, se ha convertido en uno de los momentos más memorables y que con más cariño atesoro de todo el año. Tal arrebato produjo en mí una epifanía resinosa que no me podía sacar de la cabeza en los días siguientes. En este rumiar prematuramente nostálgico, se me presentaba constantemente la idea de que no hay nada más subversivo en estos días necropolíticos que bailar en las calles. Exceptuando, tal vez, esas chicas gordas que salen a la calle embutidas en shorts, aplastando los cánones de decencia de los transeúntes más normativos con la imagen de sus carnes bamboleantes y performativizando una gozosa carencia de complejos. 

Llenar de música las calles... Por delante de la librería en la que a ratos trabajo, todas las mañanas pasaba un punki viejo, con una cresta anacrónica, montado en su bici y seguido por un enorme pastor alemán, que iba siempre con un altavoz del que salían potentes chorros de breakbeat, drum and bass y punk. Y qué alegría me daba cada vez que lo escuchaba pasar... Ole él. Igualmente, muchas veces me he cruzado por el carril bici del paseo marítimo con un extraño jinete eléctrico cabalgando una máquina recubierta de luces de neón, y también él portaba un impetuoso altavoz que irradiaba unos ritmos contundentes y metálicos de tecno industrial. Ole él. 

    Sin embargo, en cierta ocasión escuché a cierto profesor universitario un comentario que deslegitimaba a las personas que iban con la música en el coche a un volumen elevado, con el argumento de que «están reclamando una atención que no se merecen». Es decir, según su perspectiva, solamente una élite altamente cualificada –entre la que él mismo se incluiría, por supuesto– habría logrado el mérito de hacerse escuchar. Personalmente, creo que la atención no se gana, se conquista. Aunque, por supuesto, también creo que si alguien está poniendo una música infame que te molesta o desagrada, tienes el derecho de cagarte amablemente en sus muertos y pedirle a voces que se ponga algo de breakbeat. Y es que lo salvaje no quita lo cortés.

    Quiero que dejemos de ser los glóbulos rojos que meramente transportan mercancía cansada de un punto A a un punto B por las venas de nuestras ciudades. Nos han convencido de que estas deben ser espacios neutros, marchitos y tristes por los que hemos de comportarnos como peatones de esfínteres apretados, desplazándonos en silencio para ir a trabajar o a comer a un restaurante o a hacer deporte –siempre que no te salgas de los compartimentos reservados a tal fin, claro–. Nos han convencido de que los botellones arruinan a la hostelería. Pero, sin desmerecer el papel impagable de los bares como puntos de socialización y creación de comunidades anartistas –recordemos por ejemplo la deuda de los dadaístas con el Cabaret Voltaire, del punk neoyorquino con el CBGB, del punk barcelonés con el Kafé Volter, del underground malagueño con el bar Chispazo–, no me gustaría vivir en un mundo en el que no me pudiera tomar una cerveza al sol, ya sea bailando alrededor de un altavoz o sentado en el césped de un parque o en la arena de la playa. 

Quiero que dejen de mercantilizar nuestras quedadas. Quiero que seamos sustancias conmovidas y trepidantes que exciten la sangre urbana y congestionen el paso como placas de colesterol. Quiero que las calles dejen de ser un medio para ser un fin. Y si es verdad que –como me reveló otra de las personas más maravillosas y extra vagantes que nutren mi existencia– los ayuntamientos están tratando a lo suavón de quitarnos los bancos para que tengamos que meternos en los bares o apoltronarnos en el sofá para seguir consumiendo, saquemos de nuevo las sillas de playa al rebate de nuestras casas. No dejemos de reunirnos en las plazas, de hacer picnics en las rotondas, de bailar en los pasos de cebra, de columpiarnos de azotea en azotea, de organizar consejos de sabios en los aeropuertos, de patinar por los centros comerciales, de hacer carreras por los museos. Rellenemos todos los espacios de poesía, que no quede ni un solo rincón por allanar ni una sola pared por pintarrajear. 

jueves, 14 de abril de 2022

E-pistola 49 (a.k.a. Hoy he pasado por tu calle)

«Recuerdos que al final
Son un cruce de caminos [...]
Ya ves, vuelvo a donde empecé»
El último de la fila, «Llanto de pasión»

Hoy he pasado por tu calle... 

    Después de varios meses sin bici y escuchando música por la calle en unos auriculares precarios, a través de los cuales los beats se tambaleaban y chisporroteaban como un coche con el maletero lleno de canicas circulando por una carretera llena de baches, hoy me he visto al fin con los recursos y el tiempo suficientes para salir de nuevo a fundirme con el viento. Siendo como soy, de ideas fijas, he tirado por la misma ruta de siempre: tras cruzar el Guadalhorce por la pasarela de madera, me disponía a tomar el camino que rodea el aeropuerto para luego enlazar con la carretera que atraviesa el barrio de Zapata. En cambio, me he encontrado con que el túnel que pasa por debajo de la autovía estaba en obras, así que me he dado una vuelta por Guadalmar y he llegado hasta Los Álamos. 

    Hoy he pasado por tu calle –calle Acacias, no calle Pacífico, pues en esta última vive una persona que ya no conozco–, y he vuelto a ver a esa muchacha con un vestido blanco de verano paseando con un libro de relatos de Truman Capote que se leería en la playa esa misma tarde para luego prestármelo. Un árbol de noche... No quiero volver a leerlo por si resulta que tampoco lo conozco ya, pues de él solamente recuerdo una chica con un chubasquero verde que deambulaba por las calles de Nueva York bajo la lluvia, y posee para mí un aroma de idealismo adolescente que no quiero mancillar. 

   ¿Qué ha sido de aquella Marina? O, quizás, la pregunta sería: ¿llegó a existir realmente tal Marina? Tras una época en la que Burroughs estuvo trabajando codo con codo con otro artista de vanguardia llamado Brion Gysin –tan lúcidamente loco como él, sino más–, esta pareja de esquizos visionarios llegó a la conclusión de que su colaboración había engendrado una tercera mente, superior e independiente a ellos mismos. Igualmente, creo que nuestra colisión en un cronotopo preciso dio lugar a dos seres nuevos que aún andan pululando por ahí, ajenos al discurrir del tiempo: una chica escurridiza como una liebre que se podía encontrar por los pasillos del instituto con una camiseta holgada de James Dean, unos vaqueros rotos y una sonrisa nerviosa y llena de hierro, y un duende vasco destartalado cuya risa era como el agua cristalina que baja por la montaña. 

    Hoy he pasado por tu calle, y he visto a varios gatos de aspecto enfermizo retozando al sol en la parada a la que me acompañabas a esperar el autobús 5. También he franqueado el pasaje Capitán Nemo, y las calles Hespérides y Moby Dick. Y no he podido por menos que escuchar unas pocas canciones de El último de la fila, en especial, «Llanto de pasión», un tema que cada vez que escucho desfilan por mi mente sucesivos rincones de Guadalmar por los que solíamos andar, así como el trayecto en bus volviendo de Cuenca en el que acerté que Manolo García era Leo porque cada una de sus canciones me parecía como si las cantara tu padre. Guadalmar me resulta un lugar totalmente fuera del tiempo y del espacio, es como si en medio de la nada alguien hubiera trasplantado un cacho descontextualizado de las idílicas barriadas estadounidenses en las que se rodaron Halloween y otras maravillas del cine de serie B. 


    También, por cierto, he visto a tu padre, volviendo del trabajo en su coche precario con la camiseta del Unicaja en miniatura que colgaba del espejo retrovisor. Aparcó y se apeó con la mirada ausente, adelantándose tal vez a lo que le esperaba en su salón-buhardilla, otro refugio atemporal atestado de libros de aventuras, vagabundos y otros personajes nómadas. Sus mapas y sus montañas de estuches repletos de discos de folk, jazz y cantautores, a la vera de un televisor que se encendía en raras ocasiones. 

    En este mismo habitáculo –la cantidad de nostalgias que se pueden acumular en un espacio tan reducido es abrumadora–, la mesa redonda de cristal que cubríamos con un mantel fino de cuadritos rojos y, sobre él, disponíamos unos platos rebosantes de comida, los patés veganos, las cremas de verdura, etc. Terminábamos el banquete con un café Santa Anfetamina, servido en unas tacitas con sus respectivos platos, en los que yo colocaba unas oreos y al final terminaba por comerme también las tuyas. Unos cafés que bebíamos pausadamente mientras veíamos Twin Peaks o pasábamos las tardes de lluvia de (meta)palique escuchando música. 

    También, las puertas blancas de los portales en los que por primera vez metí la mano bajo tu vestido y te introduje los dedos hasta rozarte el llanto, mientras el sol de primavera  se colaba por el ventanuco del descansillo acariciando nuestros cuerpos y afuera se escuchaba a los niños jugando en la piscina. Aquellas tardes de verano de sábanas sudadas y torsos pegajosos en las que me suplicabas que no me fuese todavía, que te comiese el coño una vez más. ¿Cómo ver que estas demandas anunciaban a voces la incubación de una enfermedad que se prolongó durante demasiado tiempo, si por aquel momento me resultaban episodios de infinita belleza y ternura?

    Una vez, durante uno de los viajes de setas más reveladores que he tenido, charlando con mi compañero de expedición mientras caminábamos de noche por los senderos del Guadalhorce, sentía que cada vez que zanjábamos un tema de conversación e iniciábamos otro era como si nuestros cuerpos saliesen de una burbuja pegajosa y traslúcida y atravesaran la membrana que nos conectaba con la siguiente, saturada por una energía completamente diferente. Los psicodélicos tienen esa cualidad maravillosa de hacerte percibir con los sentidos las cosas más abstractas... Porque creo que esto sucede en el díadía, aunque no percibamos ese paso de una burbuja a otra de forma tan nítida. 

    Es lo que querían decir los situacionistas con su concepto de la psicogeografía, que existe una influencia directa de la arquitectura y la disposición de la urbe en la psique, que provoca impresiones en nuestra vida inconsciente y altera nuestro estado de ánimo. Yo he sentido ciertas cosas en ese sentido cuando he dado largos paseos por la ciudad, y es evidente que uno no se siente igual paseando por un centro comercial blanquecino de anorexia que por un barrio de potaje humilde como Las Delicias, con sus casas bajas, sus callejuelas de luz anaranjada y sus pasajes abovedados de cal, pero me resultan tan ajenos que me costaría escribir un texto sobre ellos. En cambio, es pasar por otros lugares tan preñados de recuerdos importantes, como Zamora, El Palo o las calles Duende 8, Acacias 8, Antonio Martelo 5, etc., y la boca se me llena de un nido de víboras. 

    Lo que quiero decir con todo esto es que no sé si nuestra historia habría sido la misma si no hubiera transcurrido en Guadalmar, porque este barrio es una burbuja en la que, cada vez que entro, me siento de nuevo como aquel chaval de dieciséis años que iba a verte todas las tardes subido a lomos de Capitán Nemo. Me reencuentro con tu persona actual y me parece que todo aquello fue un sueño extraño, y que, si terminó, fue porque ya no tenía razón de ser. En cambio, hoy he pasado por tu calle y he sentido unas ganas dolorosas de volver a nacer y volver a experimentar los mismos subidones adolescentes y volver a cometer los mismos errores y volver a pasar una noche entera tumbados en el césped de tu piscina hablando sobre mil películas y volver a dejarme llevar hasta perder la conciencia y la identidad. 

...y ocho años han sido revocados. 

miércoles, 19 de enero de 2022

E-pistola 37 (a.k.a. Mvquinas deseantes)

[Algo se muere en el alma

cuando un amigo se va]

[Sevillanas del adiós], Manuel Garrido


/Confieso/ que aún no me leí el AntiEdipo. Solamente las primeras veinticuatro páginas de esa jungla de palabras con una resonancia misteriosa y ocultista sin par. Des/re/territorializar, superficie de registro, capitalismo rizomático, capitalismo esquizofrénico, singularidad, nomadismo, etc. Sin embargo, lo custodio en mi estantería como un objeto de culto /de culto, se diría, religioso/ con el mismo respeto hacia sus misterios que puede sentir un profano atraído por las sagradas escrituras de cualquier religión. 

    Abrir la cubierta y encontrarme con esa primera página bastó para inspirar un conato de novela que escribí frenéticamente durante la cuarentena /y que únicamente tú has leído; prácticamente, era para nosotros/ a lo largo de dos semanas en las que las noches se fueron comiendo poco a poco a la franja diurna. /Aquello me costó la factura de la luz más cabrona que he pagado en mi vida, por cierto./ 

    [Las máquinas deseantes] rezaba un letrero situado en el centro de una página tan vacía como la esperanza en la humanidad que desprende el libro. /Supongo./ Sus letras mayúsculas, angulares, desapasionadas, agorafóbicas, electrizadas, corrosivas, produjeron en mi imaginación la asfixia del no future. Del no somos más que eso, cíborgs de carne malsana impulsados por fuerzas despiadadas que construyen narrativas para no reventar de nihilismo. /Supongo, algún día debería leerlo para comprobar si esto es así./

    Toda esta aquella generosidad conceptual no era más que pura estética, por supuesto. Y lo sabíamos. Y todo /para mí/ remite a lo mismo, a la mística de la [autodestrucción jubilosa], de la [cara oscura del alma], del [In Girum Imus Nocte Et Consumimur Igni], de la [infame turba de nocturnas aves]. Una estética que no puedo no relacionar contigo. 

    Convierto cualquier relación en un vínculo romántico, no puedo evitarlo. Me ocurre con los objetos, las parejas, los muros de ciertas ciudades, lxs amigxs, ciertos tonos de luz. Aparte de varias personas ancladas en mi vida por otros motivos y al margen de esta tendencia, suelo entablar, sin proponérmelo, relaciones sexuales heterosublimadas con sucesivos hombres mágicos que he ido encontrando. Los escritores, músicos y cineastas son un buen ejemplo. Pero también hombres de carne y hueso. 

    Todas tienen el mismo proceso: una admiración mutua /definición básica de la amistad/ que se corta abruptamente sin que nunca pase nada realmente malo. No fuiste el primero, ni tampoco el último, pero /tal vez/ sí el más distorsionante. Todos tienen en común ser personas con pasiones: impulsivos y zumbaos con una hoguera de peligrosidad en su interior. Todos tienen en común ser alguien con quien entenderme cuando hablemos con devoción de cualquier parida con la que nos hayamos topado. 

    En cambio, nunca he tenido conexiones así con artistas reales. Siempre son científicos. Tengo ascendente Cáncer, y creo que necesito sentir que soy el que nutro de lo invisible. Creo que los escritores no nos soportamos entre nosotros. /En adelante, hablaré por mí./ No soporto, en especial, a los escritores que ya han publicado sus cosas. Antes justificaba esta envidia con excusas fantasmagóricas. [Yo era un poeta antes incluso de saber escribir mi nombre] [la cualidad artística está en la mirada cotidiana] [no sé cómo se atreven a exhibirse sin antes haber reventado contra el fondo de la experiencia] [etc.] Pura frustración no resuelta. Pero es más fácil poetizar las carencias que solventarlas ¿no? En eso consiste el punk. Un hacer de la necesidad virtud. /Creo./ Pero estamos en un mundo pospunk, y la literatura no es hasta que no se vende. /No estoy del todo seguro de esto./ 

    En cualquier caso, la objetividad no existe. De hecho, tampoco existe la subjetividad. Nuestro yo está tan [frag][men][ta][do] como la visión de una mosca. Y ahí está el problema: la ferocidad de un apego no reside en el mero placer que produce un hábito agradable, sino en la identidad que se crea en torno a esa relación. Dejar la droga no es renunciar a la engustaera, es matar todo un fragmento de tu ser que solamente existe en ese contexto concreto. Dejar una relación no es renunciar a etc. Manuel Vilas citaba en Ordesa un textito de Jordi Carrión que le dio la vuelta a mis sesos como un calcetín:

[Cada pareja, cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama, crea un idioma que solo pertenece a ellos dos. Ese idioma privado, lleno de neologismos, inflexiones, campos semánticos y sobreentendidos, tiene solamente dos hablantes. Empieza a morir cuando se separan. Muere del todo cuando los dos encuentran nuevas parejas, inventan nuevos lenguajes, superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son millones, las lenguas muertas]

    Es lo que Manuel Garrido [ni puta idea, creo que ni siquiera he escuchado la canción real, es una cookie que se instala en nuestro cerebro al nacer] expresó de manera mucho más simple e inocente. /Algo se muere en el alma…/

    Al caminar por el mundo, muchas veces me siento indefenso y deslegitimado. En cambio, cuando extravagaba contigo, nos sentía como un único ser palpitante y de una indestructibilidad abismal.  Máquinas deseantes de un pesimismo tan ponzoñoso como tierno. Teníamos una mitología secreta, plagada de inocente pedantería. El aceleracionismo, el 1-4-5-7, los normies, la papela, Cortázar, la programación esotérica, el modafinilo, la des/integración, Nick Land, las setentaydos horas despiertos, el motorik, Gummo, la oscuridad transformadora, Henry Darger. 

    Muchas de esas cosas, como el eneagrama, ya no me interesan tanto. Trato de mantenerlas vivas. De aparentar que todo aquello existía en mí de manera autónoma. De aparentar que mi personalidad no depende del contexto. De etc. Pero, al no tener nadie con quien compartirlas, agonizan y exigen una eutanasia compasiva. Ahora me interesan otras cosas nuevas, por supuesto, pero todo aquello descansa fosilizado en mi memoria como los restos de una Pompeya que solamente se evaporará cuando mi cuerpo muera. A no ser, claro, que algún día me decida seriamente a vulgarizar lo inefable y terminar esa novela que nos debo. /Como habrás comprobado, solamente me motiva a escribir el escribir para alguien en concreto./

    Feliz cumpleaños, amigo. 

sábado, 8 de enero de 2022

E-pistola 19 (a.k.a. Viaje a las tripas)

«En un mundo de plástico y ruido, 

quiero ser de silencio y barro»

Eduardo Galeano

- El silencio (la ida)

Decía el pobre César Vallejo, un poeta argentino muy desgraciado, que nació un día que Dios estaba enfermo, grave. En mi caso, estaría resfriaillo y sin ganas de trabajar. No me dedicó el tiempo que requiere una escultura medio en condiciones y se excedió cincelando unas partes mientras que en otras si le subía la fiebre entretanto que se ocupaba de ellas simplemente las dejó sin terminar. 

    Mi padre, tan propenso al desánimo, me diagnosticó con la mente; mi madre, trapecista lunar, con las arterias. Mi padre prefirió pensar que me iba a faltar un verano por eso de ponerse siempre en lo peor, para que si la vida le coge por sorpresa sea para darle una alegría. Pero eso es anteponer la mente a las tripas, y eso, abuela, creo que es el origen de muchos males del mundo ¿verdad? Mi madre, como decía, es menos reflexiva pero más savia y a menudo cuenta –deberías escuchar cómo lo cuenta ella– que él no me supo ver, pero que cuando era solo un bebé ella me sentaba en la cama, en el sofá, o donde fuera. Que me ponía a su lado mientras hacía sus cosas y me contaba sus paranoias de siempre, y yo, que aún no sabía hablar siquiera, me erguía y la miraba de una forma que parecía que la estaba entendiendo por completo. Supongo que ahí aprendí a escuchar… ¡Qué remedio! ¡Vaya asedio! 

    Desde entonces, parece que se me ha quedado pegada una fascinación similar a la de Almódovar por lo femenino, por las charlas en la cocina, por mirarla peinarse mientras me cuenta lo que le obsesiona a cada momento, por la intimidad sin ruido, por sus palabras armónicas como palabras cascadas de silencio, suaves como rayos de Sol sobre el terruño empapado por la lluvia. Palabras gráciles, atentas y sanadoras como pasear un domingo por la montaña. Conste que lo femenino no es terreno exclusivo de las mujeres; lo femenino, creo, es una energía que puede poseer cualquier persona y cualquier situación. Por todo ello, hoy rechazo la patria y solo acepto enraizarme en la tierra sustentadora de la Matria. 

    A punto de cumplir veintitrés años, vuelvo a montarme en el Auto-Res rumbo a Zamora, a pesar de que todos decíais que dejaría de venir en cuanto pudiera… tú lo sabes mejor que yo, abuela, que no se puede desafiar a un Tauro, porque podríamos remover el cielo y la tierra con tal de llevarles la contraria. Aquí vengo una vez más a Zamora, abuela. ¡Qué lío! Ya no sé si Zamora es mi abuela o si tú eres Zamora o qué sé yo. Para mí sois la misma cosa. Vengo a visitaros, a encomendarme a vuestro silencio, y me da igual quién sea cuál. Y es que hoy lo revolucionario no es gritar, que ya bastante ruido hacen los coches y las multitudes, sino escuchar el silencio de los que callan y piensan.

    «Culto no es aquel que lee más libros. Culto es aquel que es capaz de escuchar al otro» (Eduardo Galeano, también)

    El silencio… ¿sabes abuela, que la raíz de la palabra silencio, sei, está en todos los idiomas indoeuropeos, y que esta raíz la comparte con la palabra semilla? ¿Será por eso que el silencio es la semilla de la sabiduría y que los mejores pensamientos vienen del silencio, de un cocerse a fuego lento?


- El barro (la vuelta)

Las etimologías siempre remiten a los juegos con los que nuestros antepasados crearon una rica lengua plagada de secretos. El barro, con esa doble -r- tan ibera, es por definición la tierra mojada. ¡Y qué bien nos sienta el agua, a nosotros que nos rige la Tierra, para que nos alivie de nuestra sequedad y nos pongamos maduros y tiernitos!, ¿verdad, abuela? También Zamora es barro. Un barro quizás un poco seco, rudo, pétreo y triste. Es una tierra difícil de habitar, pero de barro a fin de cuentas. ¡Y qué verde y exuberante se pone cuando llega la primavera y llueve! El año que llueve, claro... 

    Tus manos, retorcidas como las ramas de los árboles de la Plaza Viriato, me recuerdan a las raíces sustentadoras del árbol robusto y enjuto que es nuestra familia. 

    El otro día di un largo paseo por Zamora: bajé hasta el Trascastillo por la Puerta de la Feria, por donde tú me contaste que los ganaderos pasaban antiguamente con sus rebaños; miré de nuevo el letrero de la Calle Abrazamozas, riendo para mis adentros sin entender cómo podéis ser tan cazurros y tan entrañables al mismo tiempo; subí al casco antiguo atravesando el Arco del Obispo y oteé el Duero desde las almenas del castillo, y tenías razón, abuela, este año va bien crecidito hacia Portugal; luego, bajé por la cuesta del Pizarro y crucé el Duero por el puente de piedra para tomarme un vino de Toro con unos pimientos asados en Los Pelambres, mientras contemplaba Zamora desde la otra orilla y escuchaba las conversaciones de los viejos, que hablaban de la nieve que había en Sanabria este año, del grado y medio que hizo el otro día en Mombuey, y de los móviles que se compran sus mujeres para acabar también hablando de la nieve en Sanabria y del grado y medio en Mombuey. Y es que a Zamora todavía no ha llegado el plástico, seguís siendo de barro. 

«Los castillos, ermitas,/ cortijos y conventos,/ la vida con la historia,/ tan dulces al recuerdo» (Luis Cernuda)

    Continué mi paseo sagrado deleitando la mirada con el cimborrio de la catedral, la Rúa de los Francos, las Tres Cruces. Iba escuchando el concierto de Paco Ibáñez en el Olympia y sintiéndome como él, un exiliado, pero del tiempo y de la prisa, y también sintiendo cómo me invadía paulatinamente el barro y el silencio. Ahora te escribo esto en unos folios que me ha dejado una señora muy maja en el Auto-Res, mientras el bus cruza la sierra de Guadarrama… y no quiero volver a Málaga. 

    Y me imagino, abuela, que tú, en cambio, estarás ya harta del barro y del silencio, y que dirás que en Málaga se vive mejor, con sus playas, su buen tiempo y su alegría pícara. Pero también es una ciudad muy superficial, ruidosa y de plástico –excepto por algunos rincones que he ido descubriendo casualmente–. Yo tampoco soportaría vivir allí. Es una tierra difícil de habitar. Pero que me recibe y es mi refugio tres veces al año, cuando regreso, como regresa la cigüeña al campanario, para comer tus lentejas de los lunes y el pan crujiente y con sabor a humo y madera que guardas en la alacena con celosías de la «sala de estar», como tú la llamas. Y es curioso cómo funciona el cerebro de los niños: no sé si será porque era lo primero que veía al entrar en tu casa pero, cada vez que pensaba en Zamora, pensaba en esa alacena con celosías. 

    Infinitérrimas gracias por no haberte rendido al aneurisma, cuando todos pensábamos que te ibas. ¡Pero qué burra que eres! Ya sabes… nunca desafíes a un Tauro, y menos si es zamorano, porque es capaz de vivir cien años, si es necesario, con tal de llevar la contraria. Y por haberme cuidado de nuevo. Te mando abrazos ruidosos y soleados desde el Sur. Nos vemos en verano. 

    Abril de 2019.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

E-pistola 77

 «Pero si tú conmigo te llegas a portar mal,

que yo voy a soltar un escuadrón de palomas

para que puedan volar»

«Mujer divina», Joe Cuba


Acabo de llegar a casa después de una sesión de tecno en la Paris 15 en la que he exorcizado los demonios que se habían agolpado en el umbral de mi puerta al mundo. Adoro cuando consigo mantener rutinas que dotan a la realidad de un cierto sentido, pero para bien o para mal, las siento carentes de interés sin estas dosis de desequilibrio que dan salida al instinto de muerte reprimido durante esos días. Después de toda una noche frenética y luminiscente, noto mi cuerpo reseteado, blando, dolorido. Una fina capa de magma pegajoso y con olor a colilla me recubre todo el cuerpo. Esa sensación de viscosidad que envuelve todas las actividades de la vida que merecen la pena. Voy a ducharme. 


Volví a casa tras una última raya de speed que nos metimos cerca del parking de la Paris, entre los arbustos de una gran rotonda del polígono, mientras amanecía, escuchando a las Grecas y a los Chichos. Allí, mantuvimos una última charla empapada de amor y complicidad. Cuando nos despierte el sobresalto de la bajona, quizás no nos parecerá sino una ilusión efímera. No obstante, fue real. 

Después de que una agresiva y amenazante pastilla Philipp Plein derramase el baúl de las palabras de forma caótica para lanzárselas a la gente sin ton ni son, el speed vino a poner un poco de orden en este desbarajuste, colocándolas como un DJ coloca los vinilos en su caja, para crear un partenón lingüístico. 


En el trayecto en bici hasta mi casa, me puse canciones de esas que te lamen la mente, como el «Today» de Jefferson Airplane. He estado pensando en tu nombre, tratando de encontrar un motivo para que me resulte tan evocador. Y es que, llamarte Marina y vivir en ciudades del interior supuso el anticipo de lo que habría de venir. Una mirada profunda y liviana al mismo tiempo, que atraviesa todos los kilómetros de montañas y valles que se le pongan por delante para mantener en consideración constante la quietud infinita del mar. 


Mi estado natural –aunque no por ello el más cómodo– es la soledad, y antiguamente, cuando los dulces resquicios de las drogas me llevaban a estos torrentes de palique creativo, mi impulso era quedarme con alguien para tratar de compartirlos. Salvo deliciosas excepciones, siempre daba como resultado el fracaso y la frustración –¡obviamente, no sé qué coño esperaba!–. No obstante, lo que hago ahora es abandonar la escena del crimen. Huir a mi laboratorio secreto para sacar algo en claro de tanta destrucción, creando así territorios independientes en el ciberespacio. Pues, as you would say, escribir es libertad. 


El recuerdo de tus largas uñas de perra cruel hundiéndose en mi espalda y arrastrándose por ella produce en mi imaginación el tintineo de un arpa cristalina. Diamantes que caen por una escalera. Despertarme antes que tú y observar tus curvas descansando a lo largo de la cama. Observar desde la cama cómo te vistes, cómo te maquillas, cómo caminas por la habitación con la ligereza de un gato. Observarte. Me redime del nihilismo cotidiano. 

Cuando te conocí, no me pareciste sino una rara avis envuelta en llamas, hasta que tu mirada chorreó mis manos de flujo y me hizo ver la mezcla de elementos que conforman tu poderosa existencia. Un rasgo que me hermana a ti es la integración de los opuestos y la fluidez con la que transitas diferentes mundos. La conciencia que tienes de que el breakbeat no niega a los Smiths, que no hay por qué elegir entre el grafiti agresivo y marginal y la poesía delicadita francesa. 


Comprender que cada eventualidad del devenir, ya sea positiva o negativa, es una oportunidad para aprender, hace que me sienta indestructible. Nada puede entonces manchar de desesperanza el díadía a causa de melancolías sobre lo que sucedió o de preocupaciones sobre lo que sucederá. Y así es como percibo la existencia después de haber pasado unos días contigo, absorbiendo a cada instante la celebración de la vida que constituye tu ser. 


También yo he mirado hacia los años venideros como un peregrino otea un sendero que se pierde en un horizonte infinito. También yo soy un homo viator. Y por eso me pone muchísimo que las cinco únicas veces que nos hemos visto hayan sido en cuatro ciudades distintas, y que en cada ocasión hayamos creado escenas que tan solo Cortázar podría describir sin desvirtuar su belleza. 

Esa primera noche en que nuestros cuerpos entrelazados se reflejaban en los cristales de tu ventana, mientras el amanecer se corría con un torrente de tonalidades cálidas que entraban tímidamente en tu habitación para presenciar el espectáculo. 


Aquella otra en que los gemidos eran ahogados por el estruendo de los truenos y el estrépito de una lluvia violenta, en la habitación principal de mi castillo errante en Zamora, junto a una mesita de noche manchada vino y hebras de tabaco. Caminar por sus calles empedradas curioseando los nidos de las cigüeñas en los campanarios. Tan bien armonizaron las tormentas estivales con la dionisiaquez y la concupiscencia de toda tu estancia en mi refugio del tiempo… Incluso, en aquella larga tarde de resaca en la que nos colmamos de relatos y reflexiones sobre nuestras vidas mientras escuchábamos música. Y cómo manaban esas conversaciones… Como de un manantial infinito de vivencias nacido de nuestra insaciable sed de aventuras. Un vivir-para-contarlo en el que las consecuencias directas de cada experiencia enmudecen ante la satisfacción de haber tallado un poema con nuestros cuerpos. 


¿Existe algo así como una coniunctio viator, una relación viajera? Nuestra historia es una autovía por la que no hemos dejado de conducirnos en soledad, para luego coincidir en restaurantes de carretera y áreas de descanso. Lugares invisibles en los que apuran su copa personajes anacrónicos: autoestopistas de piel dorada, camioneros transexuales, funambulistas desesperados, amas de casa en busca y captura. A menudo, cuando llego a estos espacios anónimos y al margen de la civilización, tú ya estás ahí, con tu vestido de lunares, taconeando bajo una cascada de jacarandas que caen de un sitio indeterminado del cielo. Golpeando con furia la tarima. Para exigir, ya que estamos aquí, todo lo que es bello. 


(¿)Somos el fragmento de una película sin final, un estallido efímero, amantes pasajeros, un conato de revuelta rápidamente sofocado, una zona temporalmente autónoma que debería desmantelarse y desaparecer sin dejar huellas en cuanto el amor deje paso a la enfermedad(?)


Ojalá sintiese eso, pero una compañera de viaje como tú no se encuentra todos los días, y mis más tiernos apegos ya se han aferrado a ti del mismo modo en que te abracé el día en que finalmente no te fuiste de Zamora. Todas las mañanas me levanto con el ego descompuesto. Durante un rato, mis acciones son dirigidas por el inconsciente. Un despertar agónico en el que no tengo control de mis pensamientos, por lo que resulta un momento del día idóneo para estudiar cómo se organizan mis esquemas psíquicos salvajes. Resulta entonces revelador cómo, tras sonar la alarma que anunciaba tu partida, mis piernas y mis brazos se enroscaron en torno a los tuyos en un intento de no dejar marchar tu calor y la suavidad de tu piel. 


Has demolido la fortaleza que había erigido para no volver a ser herido tras un primer amor inocente en el que creí a ciegas en lo eterno. Ahora, quiero lanzarme contigo a la noche como un coche bomba. 


Me apena la idea de que, tal vez, amar concibiendo que el final acecha detrás de cualquier esquina, amar con reservas, sea amar a medias. Me gustaría poder entregarme como cuando era un alma inocente e intacta, y no con esta fragmentación tan típica de los tiempos que corren. Me gustaría poder imaginarnos en unos años tomando café en Lisboa, en una terraza frágil y nostálgica, exiliada de la prisa, sin autocensurarme ni sentirme estúpido. 


En cambio, pienso que haber aprendido a montarme en trenes con la conciencia de que en algún momento habrá que regresar a casa es un síntoma de sabiduría, que lo realmente malo habría sido renunciar a viajar. Comprender, finalmente, que el amor es un pájaro en llamas, un ave milagrosa destinada a infundir vida y esperanza a cuantos son testigos de su vuelo para, inmediatamente, precipitarse contra el suelo y reventar en una nube de polvo y ceniza. 


No sé de qué manera terminará todo este delirio, aunque espero que siempre sigamos en contacto. Tu manera de moverte por el mundo me hacen pensar que te espera una vida tan extraordinaria como gloriosa de la que quiero ser testigo. 


Te amo. Endiablada y trágicamente.

el escritor es un cazador insomne

con respecto a lo de ser escritor pues antes pensaba que el oficio te lo daba una mirada única y es cierto que no basta con tratar de poner ...