Para Helena
My lord is not sweet, ni tampoco amargo, es un freak indiferente, bromista, ácido y con breves momentos de inspiración que entretiene su inmortalidad diseñando un programa informático cada vez más complejo. Nadie nos avisó de nada, pero el código binario de la realidad nació abierto y así sigue, por lo que puede hackearse fácilmente.
Aspiro a una firmeza que a duras penas encuentro cuando hablo o camino. Cuando pongo un pie detrás del otro o cuando trato de transformar lo que habita mis sesos en sonidos, mi piel se recubre de grietas, como la arena reseca de la orilla de la playa cuando la marea baja. Soy entonces una montaña de dientes y dedos apretados que amenaza con derrumbarse ante la más mínima corriente. En cambio, cuando escribo o monto en bicicleta, accedo al control del software y convierto el mundo en lo que yo quiero que sea.
Me está costando mantener una rutina basada en estos dos hábitos, a pesar de la paz que me proporcionan –pero, ¿acaso es la paz el fin de la vida? Literalmente, sí. Entretanto, que venga a mí la agitación–, porque ya se sabe que la rutina es el intento de congelar un día en el que todo fue perfecto y la vida parecía cobrar sentido, para podernos meter en él cuando queramos como si fuese un traje de buzo que cuelga inerte en el armario. No, nunca fui muy bueno a la hora de prolongar ninguna costumbre. Precisamente, el impulso me suele durar lo que tarda en convertirse en una verdadera rutina, y si no fuese porque intuyo este año como decisivo para mi devenir, a estas alturas todas mis buenas intenciones ya hubieran volado por los aires.
My lord is acid, y es mi pintor favorito. Kiss my motherfucking acid. Él… o quien coño sea el que diseña los atardeceres. Con la bici no soy más que un steampunk rider, un hombre de la edad de piedra que se conforma con los engranajes en lugar de estar investigando la realidad virtual. En cambio, resulta fácil cortar y pegar los códigos para convertirme en una de esas motos que van dejando a su paso un rebufo de neón sólido que debes esquivar para ganar el juego. Jamás he vuelto a encontrar ese videojuego pero, a pesar de su sencillez, su estética me llevaba a un mundo con el que ahora me estoy volviendo a encontrar. Encuentro el movimiento perfecto. La velocidad perfecta. La línea recta perfecta. El aire que me revuelve los pelos y se restriega por mi cara como una gata en celo. Hay una columna vertebral de ballena que atraviesa el cielo de este a oeste, trazando un recorrido espiraloso que el sol va pintando de diferentes tonalidades según se suceden los últimos minutos del día. Vivimos en la panza de una gigantesca ballena: el tiempo que nos mata no son más que sus jugos digestivos deshaciéndonos poco a poco hasta convertirnos en mierda.
Me gustaría ponerme por un momento en los ojos de los otros ciclistas y corredores que me rodean para comprobar si verdaderamente la imagen que vemos varía quelque chose en lo objetivo o solamente son las putas interpretaciones subjetivas las que cambian de una persona a otra. Algún regocijo estético deben sentir, porque todos empuñan sus móviles intentando atrapar la monstruosidad inabarcable del momento. El gesto de sacar el móvil se ha convertido en la actualidad en el tic social que nos permite estar al tanto de la conmoción ajena. Aún así, desearía verdaderamente contemplarlo todo desde otros ojos. Somos los feligreses del atardecer, y salimos en todos los crepúsculos para encontrarnos con nuestros dioses.
En mi recorrido, sobrevuelo sendas de tierra pálida franqueadas por los matorrales propios de la flora mediterránea. Apenas árboles. Entre su escasa frondosidad, destacan de cuando en cuando neumáticos de coches, vallas oxidadas de obras anónimas, grandes bidones translúcidos que antaño pudieron contener litros de agua, gasolina o flujo vaginal… Qué se yo. A mí se me antojan los restos de un naufragio urbano. No obstante, lo fácil es pensar que alguien los depositó, cuando, a lo mejor, siempre estuvieron ahí. Quizás de estas muestras de creatividad salvaje algún espabilado copió los prototipos para inventar la rueda, las obras, los líquidos envasados, y se llevó todo el mérito por algo que ya existía. Antes las cosas se hacían así, sin empatía ninguna.
De los anatópicos residuos que me encuentro en mi camino, lo que más me escama son las sucesivas alcantarillas que pisan mis ruedas. ¿Por qué cojones hay alcantarillas en el campo? Se me ocurre que, igual que afirmaron que bajo los adoquines de París se encontraba la playa, bajo el manto primitivo del terruño se ocultan ciudades construidas hacia abajo, hacia el interior del planeta, y el único pasadizo de una realidad a otra es a través de estas alcantarillas. Es la explicación más lógica que encuentro.
El aire está igualmente atravesado por esa amalgama de naturaleza y tecnología –¿acaso la tecnología no es naturaleza, y viceversa?– y los escuadrones de aves giran enloquecidas en torno a los aviones, como las rémoras que se agolpan alrededor de los grandes animales marinos para alimentarse de su sudor. ¡Qué pena ser ave, y no ser consciente de la belleza que derrochan en sus majestuosos vuelos! ¡Qué pena ser tú, y no darte cuenta del milagro que habita en tu mirada! Hay un punto exacto en mi recorrido en que los aviones pasan a escasos metros del suelo antes de aterrizar. En ese momento, siento impotencia ante el espléndido y ensordecedor espectáculo de la verdadera tecnología, e imagino que, cuando sobrevuela mi cabeza, se ríe de mi anticuado medio de transporte.
¿Qué hará el sol detrás de las montañas? ¿Por qué el cielo del acá cubre las nubes del color de la piel del melocotón, mientras que el cielo del allá se tiñe con los tonos de una escaramuza sangrienta? Querría estar allí y espiar lo que hace ese golfo cuando no lo vemos. Quizás las criaturas le acechen tras los árboles y aprovechen su momento de mayor debilidad, cuando se arrastra taciturno buscando su descanso, para abalanzarse sobre él y clavar mil picas en su espalda. Los débiles son así, aguardan en la sombra esperando el reposo de los fuertes para apropiarse de su luz. El sol también sangra y, a pesar de lo que pretendan estas patéticas alimañas, todos los flujos del sol se derraman salpicando los contornos de las montañas con un rojo inquietante que, inasible, desaparece sin dejar rastro. Es imposible detectar el momento exacto en el que se hace de noche. De repente, sin que uno tenga la conciencia del instante concreto en el que se produjo la transición, los caminos se borran de oscuridad. La noche devora al día sin permitir un resquicio de vacío temporal entre ellos, ni siquiera un fulgor blanquecino, ni un mero escalofrío que recorra nuestra columna. La nada no existe. El vacío no existe. Joderos, nihilistas.
¿Y todo para qué, sol? ¿Para qué tanto esfuerzo? Esta noche no te encontrarás con la lujuriosa y chorreante fémina a la que persigues, la cual te esquiva y espera a tu muerte cada tarde para salir y coquetear con los renegados de tu luz y tu calor. Todo ese afán reposa, pues, sobre la esperanza que produjo en ti vuestro último encuentro, pues solo durante los escasos eclipses llegas a tocarla, a palpar su piel con tu lengua de luz, a colmar sus orificios con tus dedos de cristal caliente y carnal. En cambio, son tan deliciosos esos breves instantes, que su recuerdo parece ser suficiente para levantarte cada mañana y perseguir el mismo destino inane que el día anterior. Pero no solo de ilusiones viven las personas, pues en la jornada que sigue al concupisciente encuentro, te despierta de nuevo el taladro del vecino; continua el acoso de tu madre, que te persigue por los pasillos tratando de conseguir que seas su ideal de persona decente; permanece la pesadumbre, el odio y la ansiedad. A pesar de todo, habrá atardeceres y eclipses hasta que la gran ballena termine por cagarnos.