martes, 12 de octubre de 2021

Conservación autoerótica

Ducharme al llegar a casa se ha convertido en un ritual de resistencia cotidiana. Desde hace años, necesitaba ducharme antes de salir de casa, como para dejar en el espacio privado todas mis excreciones y miserias y ofrecer al mundo lo mejor de mí. Ahora pienso que el mundo no se merece mi limpieza; al revés, prefiero llegar a casa y ponerme bajo un chorro de agua tibia que deslice por mi cuerpo toda la mierda que se me ha ido pegando al caminar por las calles y el sudor de haber bregado con el día. Un sacudimiento urgente de la extraña piel que nos va cubriendo durante la jornada para que sea tragada por el sumidero. Los musulmanes tienen la costumbre de lavarse las partes conflictivas del cuerpo –como las manos y el ojete– antes de rezar, y quizás tenga algo que ver. Tampoco antes me gustaba hacer las tareas domésticas: cocinar, fregar, hacer la cama… Poseído por el heroísmo de la adolescencia, percibía esas menudencias como un obstáculo que me hacía perder un tiempo precioso para el desparrame. El frenesí parecía lo único importante, pero me he dado cuenta de que ese frenesí de apariencia tan luminosa esconde en su seno un abismo de oscuridad: una velada atracción hacia la muerte. 

    La locura adolescente es la respuesta a la repentina comprensión de que la existencia es finita, y por ello me afané en apurar cada día como las últimas caladas de un cigarro, cuando acabas de tirar el paquete y es domingo por la tarde. Sin embargo, eso no hace más que impedir el disfrute del fumar y, además, que te acabes quemando el labio. Ahora, creo que no hay una manera mejor de terminar la semana que levantarme fresco y descansado, prepararme el desayuno sin que me den arcadas mientras escucho el dulce “Sunday morning” de la Velvet, el “Nuevo día” de Lole y Manuel, el “Mujer divina” de Joe Cuba; tender una lavadora mientras observo a la gente bostezosa del bar de enfrente de mi casa creando tornados en sus cafés con las cucharillas antes de ir a pescar, a correr o a lo que sea que haga la gente sana los domingos por la mañana; y, finalmente, sentarme a escribir. 

    Creo que madurar no tiene por qué significar volverse un coñazo: no saber dejarse llevar cuando hay que dejarse llevar, renunciar a tu grupo de amigos –el último resquicio de comunismo primitivo– para fundar una familia –el anti del comunismo primitivo, pensar que el informe que tienes que entregar en el curro es más importante que la película que verás por la noche –todavía no se me ocurre nada más importante que ver películas, etc. Madurar es, precisamente, todo lo contrario: volverse otra vez ese niño que regresaba a casa con la cara embarrada de churretes, después de haber jugado en el parque, y se duchaba antes de cenar, ver un rato la tele y acostarse satisfecho. Bueno, acostarse, sin satisfacción ni insatisfacción, tampoco idealicemos las cosas... Es “volver a los diecisiete, después de vivir un siglo”, cuando la soledad de una habitación propia albergaba lo más sustancioso de la vida. 

    Lo demás, puro miedo a la muerte, ansiedad no resuelta: conducirse por la vida como una locomotora en llamas que corre directa al precipicio. ¿Y no era eso bello, acaso? Por supuesto: hay que romperse en mil pedazos para poder ver a dios en los eróticos rayos de sol que te despiertan un domingo por la mañana. Los expresidiarios lo sabrán mejor que yo. Non, rien de rien, je ne regrette rien.

sábado, 2 de octubre de 2021

My Acid Lord

 Para Helena 

My lord is not sweet, ni tampoco amargo, es un freak indiferente, bromista, ácido y con breves momentos de inspiración que entretiene su inmortalidad diseñando un programa informático cada vez más complejo. Nadie nos avisó de nada, pero el código binario de la realidad nació abierto y así sigue, por lo que puede hackearse fácilmente. 

    Aspiro a una firmeza que a duras penas encuentro cuando hablo o camino. Cuando pongo un pie detrás del otro o cuando trato de transformar lo que habita mis sesos en sonidos, mi piel se recubre de grietas, como la arena reseca de la orilla de la playa cuando la marea baja. Soy entonces una montaña de dientes y dedos apretados que amenaza con derrumbarse ante la más mínima corriente. En cambio, cuando escribo o monto en bicicleta, accedo al control del software y convierto el mundo en lo que yo quiero que sea. 

    Me está costando mantener una rutina basada en estos dos hábitos, a pesar de la paz que me proporcionan –pero, ¿acaso es la paz el fin de la vida? Literalmente, sí. Entretanto, que venga a mí la agitación–, porque ya se sabe que la rutina es el intento de congelar un día en el que todo fue perfecto y la vida parecía cobrar sentido, para podernos meter en él cuando queramos como si fuese un traje de buzo que cuelga inerte en el armario. No, nunca fui muy bueno a la hora de prolongar ninguna costumbre. Precisamente, el impulso me suele durar lo que tarda en convertirse en una verdadera rutina, y si no fuese porque intuyo este año como decisivo para mi devenir, a estas alturas todas mis buenas intenciones ya hubieran volado por los aires. 

    My lord is acid, y es mi pintor favorito. Kiss my motherfucking acid. Él… o quien coño sea el que diseña los atardeceres. Con la bici no soy más que un steampunk rider, un hombre de la edad de piedra que se conforma con los engranajes en lugar de estar investigando la realidad virtual. En cambio, resulta fácil cortar y pegar los códigos para convertirme en una de esas motos que van dejando a su paso un rebufo de neón sólido que debes esquivar para ganar el juego. Jamás he vuelto a encontrar ese videojuego pero, a pesar de su sencillez, su estética me llevaba a un mundo con el que ahora me estoy volviendo a encontrar. Encuentro el movimiento perfecto. La velocidad perfecta. La línea recta perfecta. El aire que me revuelve los pelos y se restriega por mi cara como una gata en celo. Hay una columna vertebral de ballena que atraviesa el cielo de este a oeste, trazando un recorrido espiraloso que el sol va pintando de diferentes tonalidades según se suceden los últimos minutos del día. Vivimos en la panza de una gigantesca ballena: el tiempo que nos mata no son más que sus jugos digestivos deshaciéndonos poco a poco hasta convertirnos en mierda. 

    Me gustaría ponerme por un momento en los ojos de los otros ciclistas y corredores que me rodean para comprobar si verdaderamente la imagen que vemos varía quelque chose en lo objetivo o solamente son las putas interpretaciones subjetivas las que cambian de una persona a otra. Algún regocijo estético deben sentir, porque todos empuñan sus móviles intentando atrapar la monstruosidad inabarcable del momento. El gesto de sacar el móvil se ha convertido en la actualidad en el tic social que nos permite estar al tanto de la conmoción ajena. Aún así, desearía verdaderamente contemplarlo todo desde otros ojos. Somos los feligreses del atardecer, y salimos en todos los crepúsculos para encontrarnos con nuestros dioses. 

    En mi recorrido, sobrevuelo sendas de tierra pálida franqueadas por los matorrales propios de la flora mediterránea. Apenas árboles. Entre su escasa frondosidad, destacan de cuando en cuando neumáticos de coches, vallas oxidadas de obras anónimas, grandes bidones translúcidos que antaño pudieron contener litros de agua, gasolina o flujo vaginal… Qué se yo. A mí se me antojan los restos de un naufragio urbano. No obstante, lo fácil es pensar que alguien los depositó, cuando, a lo mejor, siempre estuvieron ahí. Quizás de estas muestras de creatividad salvaje algún espabilado copió los prototipos para inventar la rueda, las obras, los líquidos envasados, y se llevó todo el mérito por algo que ya existía. Antes las cosas se hacían así, sin empatía ninguna. 

    De los anatópicos residuos que me encuentro en mi camino, lo que más me escama son las sucesivas alcantarillas que pisan mis ruedas. ¿Por qué cojones hay alcantarillas en el campo? Se me ocurre que, igual que afirmaron que bajo los adoquines de París se encontraba la playa, bajo el manto primitivo del terruño se ocultan ciudades construidas hacia abajo, hacia el interior del planeta, y el único pasadizo de una realidad a otra es a través de estas alcantarillas. Es la explicación más lógica que encuentro. 

     El aire está igualmente atravesado por esa amalgama de naturaleza y tecnología –¿acaso la tecnología no es naturaleza, y viceversa?– y los escuadrones de aves giran enloquecidas en torno a los aviones, como las rémoras que se agolpan alrededor de los grandes animales marinos para alimentarse de su sudor. ¡Qué pena ser ave, y no ser consciente de la belleza que derrochan en sus majestuosos vuelos! ¡Qué pena ser tú, y no darte cuenta del milagro que habita en tu mirada! Hay un punto exacto en mi recorrido en que los aviones pasan a escasos metros del suelo antes de aterrizar. En ese momento, siento impotencia ante el espléndido y ensordecedor espectáculo de la verdadera tecnología, e imagino que, cuando sobrevuela mi cabeza, se ríe de mi anticuado medio de transporte. 

    ¿Qué hará el sol detrás de las montañas? ¿Por qué el cielo del acá cubre las nubes del color de la piel del melocotón, mientras que el cielo del allá se tiñe con los tonos de una escaramuza sangrienta? Querría estar allí y espiar lo que hace ese golfo cuando no lo vemos. Quizás las criaturas le acechen tras los árboles y aprovechen su momento de mayor debilidad, cuando se arrastra taciturno buscando su descanso, para abalanzarse sobre él y clavar mil picas en su espalda. Los débiles son así, aguardan en la sombra esperando el reposo de los fuertes para apropiarse de su luz. El sol también sangra y, a pesar de lo que pretendan estas patéticas alimañas, todos los flujos del sol se derraman salpicando los contornos de las montañas con un rojo inquietante que, inasible, desaparece sin dejar rastro. Es imposible detectar el momento exacto en el que se hace de noche. De repente, sin que uno tenga la conciencia del instante concreto en el que se produjo la transición, los caminos se borran de oscuridad. La noche devora al día sin permitir un resquicio de vacío temporal entre ellos, ni siquiera un fulgor blanquecino, ni un mero escalofrío que recorra nuestra columna. La nada no existe. El vacío no existe. Joderos, nihilistas. 

    ¿Y todo para qué, sol? ¿Para qué tanto esfuerzo? Esta noche no te encontrarás con la lujuriosa y chorreante fémina a la que persigues, la cual te esquiva y espera a tu muerte cada tarde para salir y coquetear con los renegados de tu luz y tu calor. Todo ese afán reposa, pues, sobre la esperanza que produjo en ti vuestro último encuentro, pues solo durante los escasos eclipses llegas a tocarla, a palpar su piel con tu lengua de luz, a colmar sus orificios con tus dedos de cristal caliente y carnal. En cambio, son tan deliciosos esos breves instantes, que su recuerdo parece ser suficiente para levantarte cada mañana y perseguir el mismo destino inane que el día anterior. Pero no solo de ilusiones viven las personas, pues en la jornada que sigue al concupisciente encuentro, te despierta de nuevo el taladro del vecino; continua el acoso de tu madre, que te persigue por los pasillos tratando de conseguir que seas su ideal de persona decente; permanece la pesadumbre, el odio y la ansiedad. A pesar de todo, habrá atardeceres y eclipses hasta que la gran ballena termine por cagarnos. 

el escritor es un cazador insomne

con respecto a lo de ser escritor pues antes pensaba que el oficio te lo daba una mirada única y es cierto que no basta con tratar de poner ...