domingo, 17 de abril de 2022

Dancing in the streets

Para Laura...

«Escucho un tango y un rock
y presiento que soy yo
y quisiera ver al mundo de fiesta.
Veo tantas chicas castradas y tantos tontos que al fin
yo no sé si vivir tanto les cuesta.
Yo quiero ver muchos más delirantes por ahí
bailando en una calle cualquiera»
Charly García, «Yo no quiero volverme tan loco»


Hace un par de meses fui a Roma y me entró una tristeza rabiosa al ver que habían prohibido, bajo pena de una multa considerable, que la gente se sentase en los icónicos 135 peldaños que comunican la plaza de España con la iglesia de Trinità dei Monti. Esa escalinata en la que una Audrey Hepburn desclasada disfrutaba de las delicias de no pertenecer a la realeza tomándose un helado en aquel clásico del cine titulado Vacaciones en Roma. En ella, una princesa harta de su rígida rutina decide escaparse para participar del bullicioso anonimato del pueblo llano, sustrayendo así su persona del espectáculo diplomático. También, esta escalera fue retratada en una cinta en la que Fellini capturó su personal visión de la capital italiana. La llamó –sencillamente– Roma. Y, en las escenas que transcurrían en este enclave, aparecía un buen puñado de jipis y otros bohemios andrajosos agolpados en sus escalones, valiéndose de su derecho natural a desparramarse en los espacios públicos para crear comunidad y fumarse unos porros al sol. En cambio, todo esto parecen ahora recuerdos fantasiosos de una época en la que las calles nos pertenecían. 



    Hará también un par de meses fui a un concierto del grupo de rock progresivo andaluz Plastic Woods, los cuales teloneaban a una banda madrileña de posrock, Toundra, que me sorprendió muy gratamente. Iba con mi amiga Laura, una criatura insólita con el corazón de trigo y leña a la que me une no solo una relación extrañamente añeja para los tiempos que corren, sino un espíritu hedonista, caótico y orgullosamente chabacano que nos hace definirnos con dos frases: «eclecticismo o barbarie» y «no sé por qué la peña se complica tanto». 

    El concierto fue en una pequeña sala que se encuentra allá por los polígonos que rodean la ría. Y un aparte que quiero hacer a este respecto es que, durante una conversación con otro amigo, comentábamos de pasada el extraño hecho de que prácticamente todas las salas de fiestas malagueñas estuviesen ubicadas en la periferia. Y la verdad es que me parece muy bello que, al caer la noche, estas zonas pierdan su condición productiva y apolínea, los trabajadores se marchen a sus casas y todo aquello metamorfosee en un no lugar desierto, de apariencia postapocalíptica y apropiado para su invasión por parte de una «infame turba de nocturnas aves» regida por la economía del potlatch. Una ciudad sin ley dedicada al vicio y los placeres del cuerpo, repleta de vehículos vibrantes de beats frenéticos y monstruosos que se agolpan en los parkings. Sus calles, entonces, devienen una especie de parques de bolas en las que los niños perdidos pueden lanzarse por una cuesta montados en carritos de la compra, utilizar los contenedores a modo de patineta y subirse por los techos de las furgonetas para saltar de uno a otro. 

    Volviendo a la noche en cuestión, al concluir los conciertos, salimos de la sala dando más tumbos que Las Grecas y decidimos retirarnos a casa para proseguir nuestro palique etílico. Pero, pasando por la rotonda de la feria, pusimos a toda ostia «Blue (Da Ba Dee)», un temazo deliciosamente noventero con el que llevábamos varios días obsesionados, e hicimos un alto en el camino para bailar con tanta entrega que, a pesar de su efímera sencillez, se ha convertido en uno de los momentos más memorables y que con más cariño atesoro de todo el año. Tal arrebato produjo en mí una epifanía resinosa que no me podía sacar de la cabeza en los días siguientes. En este rumiar prematuramente nostálgico, se me presentaba constantemente la idea de que no hay nada más subversivo en estos días necropolíticos que bailar en las calles. Exceptuando, tal vez, esas chicas gordas que salen a la calle embutidas en shorts, aplastando los cánones de decencia de los transeúntes más normativos con la imagen de sus carnes bamboleantes y performativizando una gozosa carencia de complejos. 

Llenar de música las calles... Por delante de la librería en la que a ratos trabajo, todas las mañanas pasaba un punki viejo, con una cresta anacrónica, montado en su bici y seguido por un enorme pastor alemán, que iba siempre con un altavoz del que salían potentes chorros de breakbeat, drum and bass y punk. Y qué alegría me daba cada vez que lo escuchaba pasar... Ole él. Igualmente, muchas veces me he cruzado por el carril bici del paseo marítimo con un extraño jinete eléctrico cabalgando una máquina recubierta de luces de neón, y también él portaba un impetuoso altavoz que irradiaba unos ritmos contundentes y metálicos de tecno industrial. Ole él. 

    Sin embargo, en cierta ocasión escuché a cierto profesor universitario un comentario que deslegitimaba a las personas que iban con la música en el coche a un volumen elevado, con el argumento de que «están reclamando una atención que no se merecen». Es decir, según su perspectiva, solamente una élite altamente cualificada –entre la que él mismo se incluiría, por supuesto– habría logrado el mérito de hacerse escuchar. Personalmente, creo que la atención no se gana, se conquista. Aunque, por supuesto, también creo que si alguien está poniendo una música infame que te molesta o desagrada, tienes el derecho de cagarte amablemente en sus muertos y pedirle a voces que se ponga algo de breakbeat. Y es que lo salvaje no quita lo cortés.

    Quiero que dejemos de ser los glóbulos rojos que meramente transportan mercancía cansada de un punto A a un punto B por las venas de nuestras ciudades. Nos han convencido de que estas deben ser espacios neutros, marchitos y tristes por los que hemos de comportarnos como peatones de esfínteres apretados, desplazándonos en silencio para ir a trabajar o a comer a un restaurante o a hacer deporte –siempre que no te salgas de los compartimentos reservados a tal fin, claro–. Nos han convencido de que los botellones arruinan a la hostelería. Pero, sin desmerecer el papel impagable de los bares como puntos de socialización y creación de comunidades anartistas –recordemos por ejemplo la deuda de los dadaístas con el Cabaret Voltaire, del punk neoyorquino con el CBGB, del punk barcelonés con el Kafé Volter, del underground malagueño con el bar Chispazo–, no me gustaría vivir en un mundo en el que no me pudiera tomar una cerveza al sol, ya sea bailando alrededor de un altavoz o sentado en el césped de un parque o en la arena de la playa. 

Quiero que dejen de mercantilizar nuestras quedadas. Quiero que seamos sustancias conmovidas y trepidantes que exciten la sangre urbana y congestionen el paso como placas de colesterol. Quiero que las calles dejen de ser un medio para ser un fin. Y si es verdad que –como me reveló otra de las personas más maravillosas y extra vagantes que nutren mi existencia– los ayuntamientos están tratando a lo suavón de quitarnos los bancos para que tengamos que meternos en los bares o apoltronarnos en el sofá para seguir consumiendo, saquemos de nuevo las sillas de playa al rebate de nuestras casas. No dejemos de reunirnos en las plazas, de hacer picnics en las rotondas, de bailar en los pasos de cebra, de columpiarnos de azotea en azotea, de organizar consejos de sabios en los aeropuertos, de patinar por los centros comerciales, de hacer carreras por los museos. Rellenemos todos los espacios de poesía, que no quede ni un solo rincón por allanar ni una sola pared por pintarrajear. 

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