sábado, 8 de enero de 2022

E-pistola 19 (a.k.a. Viaje a las tripas)

«En un mundo de plástico y ruido, 

quiero ser de silencio y barro»

Eduardo Galeano

- El silencio (la ida)

Decía el pobre César Vallejo, un poeta argentino muy desgraciado, que nació un día que Dios estaba enfermo, grave. En mi caso, estaría resfriaillo y sin ganas de trabajar. No me dedicó el tiempo que requiere una escultura medio en condiciones y se excedió cincelando unas partes mientras que en otras si le subía la fiebre entretanto que se ocupaba de ellas simplemente las dejó sin terminar. 

    Mi padre, tan propenso al desánimo, me diagnosticó con la mente; mi madre, trapecista lunar, con las arterias. Mi padre prefirió pensar que me iba a faltar un verano por eso de ponerse siempre en lo peor, para que si la vida le coge por sorpresa sea para darle una alegría. Pero eso es anteponer la mente a las tripas, y eso, abuela, creo que es el origen de muchos males del mundo ¿verdad? Mi madre, como decía, es menos reflexiva pero más savia y a menudo cuenta –deberías escuchar cómo lo cuenta ella– que él no me supo ver, pero que cuando era solo un bebé ella me sentaba en la cama, en el sofá, o donde fuera. Que me ponía a su lado mientras hacía sus cosas y me contaba sus paranoias de siempre, y yo, que aún no sabía hablar siquiera, me erguía y la miraba de una forma que parecía que la estaba entendiendo por completo. Supongo que ahí aprendí a escuchar… ¡Qué remedio! ¡Vaya asedio! 

    Desde entonces, parece que se me ha quedado pegada una fascinación similar a la de Almódovar por lo femenino, por las charlas en la cocina, por mirarla peinarse mientras me cuenta lo que le obsesiona a cada momento, por la intimidad sin ruido, por sus palabras armónicas como palabras cascadas de silencio, suaves como rayos de Sol sobre el terruño empapado por la lluvia. Palabras gráciles, atentas y sanadoras como pasear un domingo por la montaña. Conste que lo femenino no es terreno exclusivo de las mujeres; lo femenino, creo, es una energía que puede poseer cualquier persona y cualquier situación. Por todo ello, hoy rechazo la patria y solo acepto enraizarme en la tierra sustentadora de la Matria. 

    A punto de cumplir veintitrés años, vuelvo a montarme en el Auto-Res rumbo a Zamora, a pesar de que todos decíais que dejaría de venir en cuanto pudiera… tú lo sabes mejor que yo, abuela, que no se puede desafiar a un Tauro, porque podríamos remover el cielo y la tierra con tal de llevarles la contraria. Aquí vengo una vez más a Zamora, abuela. ¡Qué lío! Ya no sé si Zamora es mi abuela o si tú eres Zamora o qué sé yo. Para mí sois la misma cosa. Vengo a visitaros, a encomendarme a vuestro silencio, y me da igual quién sea cuál. Y es que hoy lo revolucionario no es gritar, que ya bastante ruido hacen los coches y las multitudes, sino escuchar el silencio de los que callan y piensan.

    «Culto no es aquel que lee más libros. Culto es aquel que es capaz de escuchar al otro» (Eduardo Galeano, también)

    El silencio… ¿sabes abuela, que la raíz de la palabra silencio, sei, está en todos los idiomas indoeuropeos, y que esta raíz la comparte con la palabra semilla? ¿Será por eso que el silencio es la semilla de la sabiduría y que los mejores pensamientos vienen del silencio, de un cocerse a fuego lento?


- El barro (la vuelta)

Las etimologías siempre remiten a los juegos con los que nuestros antepasados crearon una rica lengua plagada de secretos. El barro, con esa doble -r- tan ibera, es por definición la tierra mojada. ¡Y qué bien nos sienta el agua, a nosotros que nos rige la Tierra, para que nos alivie de nuestra sequedad y nos pongamos maduros y tiernitos!, ¿verdad, abuela? También Zamora es barro. Un barro quizás un poco seco, rudo, pétreo y triste. Es una tierra difícil de habitar, pero de barro a fin de cuentas. ¡Y qué verde y exuberante se pone cuando llega la primavera y llueve! El año que llueve, claro... 

    Tus manos, retorcidas como las ramas de los árboles de la Plaza Viriato, me recuerdan a las raíces sustentadoras del árbol robusto y enjuto que es nuestra familia. 

    El otro día di un largo paseo por Zamora: bajé hasta el Trascastillo por la Puerta de la Feria, por donde tú me contaste que los ganaderos pasaban antiguamente con sus rebaños; miré de nuevo el letrero de la Calle Abrazamozas, riendo para mis adentros sin entender cómo podéis ser tan cazurros y tan entrañables al mismo tiempo; subí al casco antiguo atravesando el Arco del Obispo y oteé el Duero desde las almenas del castillo, y tenías razón, abuela, este año va bien crecidito hacia Portugal; luego, bajé por la cuesta del Pizarro y crucé el Duero por el puente de piedra para tomarme un vino de Toro con unos pimientos asados en Los Pelambres, mientras contemplaba Zamora desde la otra orilla y escuchaba las conversaciones de los viejos, que hablaban de la nieve que había en Sanabria este año, del grado y medio que hizo el otro día en Mombuey, y de los móviles que se compran sus mujeres para acabar también hablando de la nieve en Sanabria y del grado y medio en Mombuey. Y es que a Zamora todavía no ha llegado el plástico, seguís siendo de barro. 

«Los castillos, ermitas,/ cortijos y conventos,/ la vida con la historia,/ tan dulces al recuerdo» (Luis Cernuda)

    Continué mi paseo sagrado deleitando la mirada con el cimborrio de la catedral, la Rúa de los Francos, las Tres Cruces. Iba escuchando el concierto de Paco Ibáñez en el Olympia y sintiéndome como él, un exiliado, pero del tiempo y de la prisa, y también sintiendo cómo me invadía paulatinamente el barro y el silencio. Ahora te escribo esto en unos folios que me ha dejado una señora muy maja en el Auto-Res, mientras el bus cruza la sierra de Guadarrama… y no quiero volver a Málaga. 

    Y me imagino, abuela, que tú, en cambio, estarás ya harta del barro y del silencio, y que dirás que en Málaga se vive mejor, con sus playas, su buen tiempo y su alegría pícara. Pero también es una ciudad muy superficial, ruidosa y de plástico –excepto por algunos rincones que he ido descubriendo casualmente–. Yo tampoco soportaría vivir allí. Es una tierra difícil de habitar. Pero que me recibe y es mi refugio tres veces al año, cuando regreso, como regresa la cigüeña al campanario, para comer tus lentejas de los lunes y el pan crujiente y con sabor a humo y madera que guardas en la alacena con celosías de la «sala de estar», como tú la llamas. Y es curioso cómo funciona el cerebro de los niños: no sé si será porque era lo primero que veía al entrar en tu casa pero, cada vez que pensaba en Zamora, pensaba en esa alacena con celosías. 

    Infinitérrimas gracias por no haberte rendido al aneurisma, cuando todos pensábamos que te ibas. ¡Pero qué burra que eres! Ya sabes… nunca desafíes a un Tauro, y menos si es zamorano, porque es capaz de vivir cien años, si es necesario, con tal de llevar la contraria. Y por haberme cuidado de nuevo. Te mando abrazos ruidosos y soleados desde el Sur. Nos vemos en verano. 

    Abril de 2019.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

el escritor es un cazador insomne

con respecto a lo de ser escritor pues antes pensaba que el oficio te lo daba una mirada única y es cierto que no basta con tratar de poner ...