–
¿Cuándo rompió en silencio el hombre de las manos eléctricas y de
barro el pecho, aquel cuyo cráneo era de cristal y sus piernas se
erguían prendidas de algo luminoso que no es fuego? La última vez
que lo vi encendía la noche tocando farolas con la punta de sus
dedos.
–
Eso fue antes de que dejara de confiar en las palabras. Antes de
deshacerse de sus poemas. Fue la época en que trepó las veredas con
rumbo al Norte para oler los manzanos maduros, cuando el Sol hace
sudar sus frutos y el aire se embriaga de sidra. Allí se enfrentó
con el mar y le arrojó con desprecio sus páginas emborronadas.
–
¿Por qué los destruyó, siendo todo su caudal?
–
Porque solo hablaban de libertad… y no quería que la libertad por
él concebida se hallara presa por las palabras. Todos los hombres
armados hablan de libertad, y él no quiso hundir sus raíces en la
libertad humana. Cuando vio sus páginas tragadas por la textura del
agua, en la comunión del cielo con la tierra, sintió que las
alabanzas estaban siendo regaladas al que se las susurró en noches
de espanto. Simplemente, profirió un grito: «¡quiricú!» y se
deshizo en silencio. Se quitó las botas y colgó sus ropajes en las
ramas de un tejo. Abandonó la erguidumbre del que camina siempre
mirando hacia delante, y a cuatro patas persiguió el viento con la
mirada anclada en el suelo que le sostenía. No quería hablar más
de los milanos negros, ni de las cigüeñas ni de las águilas
culebreras que surcan el cielo de Gibraltar al morir el verano para
buscar el Sol eterno de África. Solo soñaba con ser milano,
cigüeña, águila, ave planeadora, terruño africano. No cantar más
al día y a la noche, sino ser viaje y hechizo. Viajar hasta que la
palabra viaje no tuviese sentido. Comprobar que usamos las palabras
cuando no podemos asir los objetos. Su gran obra fue tallada con el
cuerpo, y para ello debía destruir las palabras que plantaban
rejillas de aluminio entre él y el mundo.
– ¿Qué veredas, incendios y darbūkas sostuvieron el sempiterno caminar del hombre de las manos eléctricas y de barro el pecho, aquel cuyo cráneo era de cristal y sus piernas se erguían prendidas de algo luminoso que no es fuego?
– Escuché noticias suyas desde Sri Lanka, Brasil, Libia, Filipinas y Mongolia, y los más sabios le gritaban desde los porches de sus palacios de vida retirada que podía conocer el mundo sin tan siquiera mirar por la ventana, pero él no se sentía una araucaria de patio de cortijo. Sus músculos de animal le pedían oxígeno. Y así, seguía su camino haciendo oídos sordos, pues cuando aprehendió el sentimental lenguaje de los perros, la indiferencia orgullosa de los gatos, la música de los pájaros y el regocijo de los guarros, el habla humana se le fue cada vez aviniendo más y más ajena... más y más empobrecida.
– Pero hace tiempo ya que nadie habla de él.
– Escuché noticias suyas desde Sri Lanka, Brasil, Libia, Filipinas y Mongolia, y los más sabios le gritaban desde los porches de sus palacios de vida retirada que podía conocer el mundo sin tan siquiera mirar por la ventana, pero él no se sentía una araucaria de patio de cortijo. Sus músculos de animal le pedían oxígeno. Y así, seguía su camino haciendo oídos sordos, pues cuando aprehendió el sentimental lenguaje de los perros, la indiferencia orgullosa de los gatos, la música de los pájaros y el regocijo de los guarros, el habla humana se le fue cada vez aviniendo más y más ajena... más y más empobrecida.
– Pero hace tiempo ya que nadie habla de él.
–
Ya murió. Sin medicina, clavos ni tubos, feneció cuando llegó su
invierno. Cavó un boquete junto a un roble para pasar sus últimos
amaneceres sin frío, y se sorprendió cuando algunos seres piadosos
del bosque le llevaron bayas y fruta a su lecho. También el roble sacudió sus lomos, dejando caer algunas bellotas para que muriese con el mismo
gozo había rezumado su vida. Cuando la última porción de aire
cristalino abandonó su boca, los lobos y demás criaturas se
alimentaron con su carne, henchidos de respeto y de un sublime
sentimiento religioso, y sus restos fueron fundiéndose con la tierra
para amamantar las raíces del joven roble al que tantos gobiernos y
vanos pensamientos humanos quedaban por presenciar. Su materia tejió
una mínima parte de la materia robórea, que duraría lo menos un
milenio. Así, se hizo inmortal. También ayudó a sintetizar las
proteínas en el vientre de las criaturas que asistieron a su
funeral, necesarias para concebir otros lobos y otros zorros y otros
búhos. Así, su cuerpo fue inmortal, y su espíritu se difuminó con
un rugido ígneo hasta desaparecer, pues nada le quedaba ya por
aprender. El hombre salió de los bosques y a ellos debe volver tras
su expedición infantil. Mientras tanto, las miles y miles y miles de
páginas escritas por los hombres de las ciudades se tornaron polvo, y
al polvo volvieron tras fracasar en su búsqueda de la inmortalidad. Se perdieron entre los anales, almanaques y manuales de literatura.
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Una vida plena…
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Una vida plena.
Diego Supertramp, invierno de 2018