viernes, 21 de diciembre de 2018

La inmortalidad del hombre con las manos eléctricas


– ¿Cuándo rompió en silencio el hombre de las manos eléctricas y de barro el pecho, aquel cuyo cráneo era de cristal y sus piernas se erguían prendidas de algo luminoso que no es fuego? La última vez que lo vi encendía la noche tocando farolas con la punta de sus dedos.

– Eso fue antes de que dejara de confiar en las palabras. Antes de deshacerse de sus poemas. Fue la época en que trepó las veredas con rumbo al Norte para oler los manzanos maduros, cuando el Sol hace sudar sus frutos y el aire se embriaga de sidra. Allí se enfrentó con el mar y le arrojó con desprecio sus páginas emborronadas.

– ¿Por qué los destruyó, siendo todo su caudal?

– Porque solo hablaban de libertad… y no quería que la libertad por él concebida se hallara presa por las palabras. Todos los hombres armados hablan de libertad, y él no quiso hundir sus raíces en la libertad humana. Cuando vio sus páginas tragadas por la textura del agua, en la comunión del cielo con la tierra, sintió que las alabanzas estaban siendo regaladas al que se las susurró en noches de espanto. Simplemente, profirió un grito: «¡quiricú!» y se deshizo en silencio. Se quitó las botas y colgó sus ropajes en las ramas de un tejo. Abandonó la erguidumbre del que camina siempre mirando hacia delante, y a cuatro patas persiguió el viento con la mirada anclada en el suelo que le sostenía. No quería hablar más de los milanos negros, ni de las cigüeñas ni de las águilas culebreras que surcan el cielo de Gibraltar al morir el verano para buscar el Sol eterno de África. Solo soñaba con ser milano, cigüeña, águila, ave planeadora, terruño africano. No cantar más al día y a la noche, sino ser viaje y hechizo. Viajar hasta que la palabra viaje no tuviese sentido. Comprobar que usamos las palabras cuando no podemos asir los objetos. Su gran obra fue tallada con el cuerpo, y para ello debía destruir las palabras que plantaban rejillas de aluminio entre él y el mundo.

– ¿Qué veredas, incendios y darbūkas sostuvieron el sempiterno caminar del hombre de las manos eléctricas y de barro el pecho, aquel cuyo cráneo era de cristal y sus piernas se erguían prendidas de algo luminoso que no es fuego?

– Escuché noticias suyas desde Sri Lanka, Brasil, Libia, Filipinas y Mongolia, y los más sabios le gritaban desde los porches de sus palacios de vida retirada que podía conocer el mundo sin tan siquiera mirar por la ventana, pero él no se sentía una araucaria de patio de cortijo. Sus músculos de animal le pedían oxígeno. Y así, seguía su camino haciendo oídos sordos, pues cuando aprehendió el sentimental lenguaje de los perros, la indiferencia orgullosa de los gatos, la música de los pájaros y el regocijo de los guarros, el habla humana se le fue cada vez aviniendo más y más ajena... más y más empobrecida.

– Pero hace tiempo ya que nadie habla de él.

– Ya murió. Sin medicina, clavos ni tubos, feneció cuando llegó su invierno. Cavó un boquete junto a un roble para pasar sus últimos amaneceres sin frío, y se sorprendió cuando algunos seres piadosos del bosque le llevaron bayas y fruta a su lecho. También el roble sacudió sus lomos, dejando caer algunas bellotas para que muriese con el mismo gozo había rezumado su vida. Cuando la última porción de aire cristalino abandonó su boca, los lobos y demás criaturas se alimentaron con su carne, henchidos de respeto y de un sublime sentimiento religioso, y sus restos fueron fundiéndose con la tierra para amamantar las raíces del joven roble al que tantos gobiernos y vanos pensamientos humanos quedaban por presenciar. Su materia tejió una mínima parte de la materia robórea, que duraría lo menos un milenio. Así, se hizo inmortal. También ayudó a sintetizar las proteínas en el vientre de las criaturas que asistieron a su funeral, necesarias para concebir otros lobos y otros zorros y otros búhos. Así, su cuerpo fue inmortal, y su espíritu se difuminó con un rugido ígneo hasta desaparecer, pues nada le quedaba ya por aprender. El hombre salió de los bosques y a ellos debe volver tras su expedición infantil. Mientras tanto, las miles y miles y miles de páginas escritas por los hombres de las ciudades se tornaron polvo, y al polvo volvieron tras fracasar en su búsqueda de la inmortalidad. Se perdieron entre los anales, almanaques y manuales de literatura.

– Una vida plena…

– Una vida plena.
Diego Supertramp, invierno de 2018

viernes, 14 de diciembre de 2018

Pequeño rocanrol desesperado

«¿Quién conoce el corazón de la juventud salvo la propia juventud?»
Patti Smith
Suele darse esta situación, pero aquel amanecer primaveral mi pecho cumplía años, la segunda cifra capicúa de mi devenir, y ello me hizo reflexionar sobre si algún día sería capaz de habitar mi catedral abandonada y rota, ¡tan rota y abandonada estaba! La luz de la mañana me sorprendió siendo el único de los siete tíos, desparramados en tres sofás cubiertos de polvo y pelusa de perro, al que aún no había conquistado la calma del no existir existiendo. Era desagradable porque estábamos sudados debido a la intensidad de la noche y no había ni un solo atisbo de feminidad en toda la casa excepto por la perra, Karma, que nos abandonó para sumirse en su apacible ser irracional y sin lenguaje, pero preferíamos eso a llegar a casa exhaustos, apestando a alcohol y tener que dormir solos. 

    Lo grave del asunto siempre llega a esas horas intempestivas en que ni siquiera lo negro de la noche puede justificar ese dejarse arrastrar por la vida. Aún es muy pronto para este desánimo, siempre pienso lo mismo, y de hecho cuando envidio la suerte de personas célebres o exitosas me consuela la certeza de que al menos mi piel todavía es tersa y bella… no sé qué pasará cuando cumpla cuarenta, cincuenta, sesenta, y ya no pueda engañarme… la juventud es una estafa, una hipoteca que no has firmado en la que no te das cuenta de la hermosa vivienda que tenía tu espíritu hasta que no te la embarga el banco del Tiempo. Luego, el lapso que te queda simplemente te dedicas a pagarla hasta que, en la bajona de la gran celebración, se te olvida qué te había impelido a salir y te vas a casa deseando echarte a dormir. Quizás sea mejor así. 

    El último peta me lo estaba fumando ya sin ganas, por no tener nadie con quien reír, pero lo necesitaba para calmar el furioso martillo pilón que aplastaba mis ganas de dormir. Sin embargo, sentía gustosa la compañía que me hacía el coro gregoriano de respiraciones irregulares e inquietas de mis siete caballeros concupiscientes sin dama. Nuestro propio mundo nos estaba engullendo con premura. Los efectos se notaban y mi instinto protector se lamentaba de que alguno de nosotros ni siquiera alcanzaría la meta de la siguiente década. Sin embargo, en momentos de lucidez nos percibo como espíritus muy grandes, gigantes de la época que aún no creemos en nuestra obra porque tenemos los sentidos muy abiertos, porque nunca sentimos que hemos almacenado la suficiente vida, pero teníamos de hecho la urgente misión de no seguir tallando los poemas con nuestro cuerpo. 

    Yo, que quisiste cambiar los días de los humildes y solo conseguiste habitar la noche siendo parte de una jauría descontrolada de guerreros con demasiadas ganas de reír como para hacer política de papeles apagados. Que te fumaste el verano mientras tus huesos se calentaban en una azotea aledaña a la catedral, allí donde tú y tu evaporada tribu coloreasteis bloques y plazas abandonadas. 

    Yo, que te erigiste como príncipe de las tinieblas y peregrino de la sierra. Ahh… sí… el mundo estaba podrido, pero, ¿y tú? ¿y todos los que te rodeaban? Os sentíais demasiado fantásticos en vuestros cuerpos eléctricos, pero cuando miraste hacia dentro para despertar tanta belleza, encontraste más oscuridad de la que esperabas en tu beato jardín de Venus. Fue entonces cuando comenzó la peregrinación más dura por entre la vastedad del desierto, el momento en que te vestiste de tuareg expiando sus pecados en dirección a la Meca. Pero en tu camino no había nada escrito, la Meca construida por tus predecesores no calmaría tu sed. No te quedó más remedio que vagar por la nada, con la garganta seca, sin poder oír tu voz y mezclándote en el bullicio báquico de los oasis de medianoche, sin poder soportar la mañana y el seguir caminando con los ojos recubiertos de cenizas y polvo resecos. 

    Fabricaste con barro fortalezas en las que erigiste como reinas a mil adalides de la melancolía. Alejandra Pizarnik, soberana de todas las reinas, la mil veces asesinada. Volverás a peregrinar por parajes verdes, entre toda su explosión de vida, te lo prometo, pero levanta esa mirada al Sol y continúa tu ruta hacia el Este, allí encontrarás de nuevo los senderos peninsulares y volverás a aplastar el polvo bajo tus botas leales. Y volverás a subastar cientos de amaneceres y volverás a vender tu alma a demasiados diablos, despreocupado, consciente de que aún te queda tiempo y de que tus piernas son fuertes. Esta va a ser una escabrosa aventura, pero si el pueblo puede pasar por la guillotina a sus tiranos, tú puedes ganar la batalla por tu cuerpo. 

    Sospecho que no es este un poema que leerán con gusto los dignos señores empoderados en su razón, pero son ellos contra los que lucho cada día, por su insistencia en la imperfección del cuerpo joven. Ni siquiera sé si esto un poema, si es que alguien con la honradez suficiente es capaz, sin que tiemblen sus piernas, de pronunciar una definición decente de lo que es un poema. Puede que sea el preludio de un mundo que está próximo a explotar su cáscara, de desbordarse bañando los muros de la ciudad con porquería y miel de brezo. De cualquier modo, apuesto a que algún loco descalzo sabrá de lo que estoy hablando, y con ello me es suficiente. 

el escritor es un cazador insomne

con respecto a lo de ser escritor pues antes pensaba que el oficio te lo daba una mirada única y es cierto que no basta con tratar de poner ...