jueves, 14 de abril de 2022

E-pistola 49 (a.k.a. Hoy he pasado por tu calle)

«Recuerdos que al final
Son un cruce de caminos [...]
Ya ves, vuelvo a donde empecé»
El último de la fila, «Llanto de pasión»

Hoy he pasado por tu calle... 

    Después de varios meses sin bici y escuchando música por la calle en unos auriculares precarios, a través de los cuales los beats se tambaleaban y chisporroteaban como un coche con el maletero lleno de canicas circulando por una carretera llena de baches, hoy me he visto al fin con los recursos y el tiempo suficientes para salir de nuevo a fundirme con el viento. Siendo como soy, de ideas fijas, he tirado por la misma ruta de siempre: tras cruzar el Guadalhorce por la pasarela de madera, me disponía a tomar el camino que rodea el aeropuerto para luego enlazar con la carretera que atraviesa el barrio de Zapata. En cambio, me he encontrado con que el túnel que pasa por debajo de la autovía estaba en obras, así que me he dado una vuelta por Guadalmar y he llegado hasta Los Álamos. 

    Hoy he pasado por tu calle –calle Acacias, no calle Pacífico, pues en esta última vive una persona que ya no conozco–, y he vuelto a ver a esa muchacha con un vestido blanco de verano paseando con un libro de relatos de Truman Capote que se leería en la playa esa misma tarde para luego prestármelo. Un árbol de noche... No quiero volver a leerlo por si resulta que tampoco lo conozco ya, pues de él solamente recuerdo una chica con un chubasquero verde que deambulaba por las calles de Nueva York bajo la lluvia, y posee para mí un aroma de idealismo adolescente que no quiero mancillar. 

   ¿Qué ha sido de aquella Marina? O, quizás, la pregunta sería: ¿llegó a existir realmente tal Marina? Tras una época en la que Burroughs estuvo trabajando codo con codo con otro artista de vanguardia llamado Brion Gysin –tan lúcidamente loco como él, sino más–, esta pareja de esquizos visionarios llegó a la conclusión de que su colaboración había engendrado una tercera mente, superior e independiente a ellos mismos. Igualmente, creo que nuestra colisión en un cronotopo preciso dio lugar a dos seres nuevos que aún andan pululando por ahí, ajenos al discurrir del tiempo: una chica escurridiza como una liebre que se podía encontrar por los pasillos del instituto con una camiseta holgada de James Dean, unos vaqueros rotos y una sonrisa nerviosa y llena de hierro, y un duende vasco destartalado cuya risa era como el agua cristalina que baja por la montaña. 

    Hoy he pasado por tu calle, y he visto a varios gatos de aspecto enfermizo retozando al sol en la parada a la que me acompañabas a esperar el autobús 5. También he franqueado el pasaje Capitán Nemo, y las calles Hespérides y Moby Dick. Y no he podido por menos que escuchar unas pocas canciones de El último de la fila, en especial, «Llanto de pasión», un tema que cada vez que escucho desfilan por mi mente sucesivos rincones de Guadalmar por los que solíamos andar, así como el trayecto en bus volviendo de Cuenca en el que acerté que Manolo García era Leo porque cada una de sus canciones me parecía como si las cantara tu padre. Guadalmar me resulta un lugar totalmente fuera del tiempo y del espacio, es como si en medio de la nada alguien hubiera trasplantado un cacho descontextualizado de las idílicas barriadas estadounidenses en las que se rodaron Halloween y otras maravillas del cine de serie B. 


    También, por cierto, he visto a tu padre, volviendo del trabajo en su coche precario con la camiseta del Unicaja en miniatura que colgaba del espejo retrovisor. Aparcó y se apeó con la mirada ausente, adelantándose tal vez a lo que le esperaba en su salón-buhardilla, otro refugio atemporal atestado de libros de aventuras, vagabundos y otros personajes nómadas. Sus mapas y sus montañas de estuches repletos de discos de folk, jazz y cantautores, a la vera de un televisor que se encendía en raras ocasiones. 

    En este mismo habitáculo –la cantidad de nostalgias que se pueden acumular en un espacio tan reducido es abrumadora–, la mesa redonda de cristal que cubríamos con un mantel fino de cuadritos rojos y, sobre él, disponíamos unos platos rebosantes de comida, los patés veganos, las cremas de verdura, etc. Terminábamos el banquete con un café Santa Anfetamina, servido en unas tacitas con sus respectivos platos, en los que yo colocaba unas oreos y al final terminaba por comerme también las tuyas. Unos cafés que bebíamos pausadamente mientras veíamos Twin Peaks o pasábamos las tardes de lluvia de (meta)palique escuchando música. 

    También, las puertas blancas de los portales en los que por primera vez metí la mano bajo tu vestido y te introduje los dedos hasta rozarte el llanto, mientras el sol de primavera  se colaba por el ventanuco del descansillo acariciando nuestros cuerpos y afuera se escuchaba a los niños jugando en la piscina. Aquellas tardes de verano de sábanas sudadas y torsos pegajosos en las que me suplicabas que no me fuese todavía, que te comiese el coño una vez más. ¿Cómo ver que estas demandas anunciaban a voces la incubación de una enfermedad que se prolongó durante demasiado tiempo, si por aquel momento me resultaban episodios de infinita belleza y ternura?

    Una vez, durante uno de los viajes de setas más reveladores que he tenido, charlando con mi compañero de expedición mientras caminábamos de noche por los senderos del Guadalhorce, sentía que cada vez que zanjábamos un tema de conversación e iniciábamos otro era como si nuestros cuerpos saliesen de una burbuja pegajosa y traslúcida y atravesaran la membrana que nos conectaba con la siguiente, saturada por una energía completamente diferente. Los psicodélicos tienen esa cualidad maravillosa de hacerte percibir con los sentidos las cosas más abstractas... Porque creo que esto sucede en el díadía, aunque no percibamos ese paso de una burbuja a otra de forma tan nítida. 

    Es lo que querían decir los situacionistas con su concepto de la psicogeografía, que existe una influencia directa de la arquitectura y la disposición de la urbe en la psique, que provoca impresiones en nuestra vida inconsciente y altera nuestro estado de ánimo. Yo he sentido ciertas cosas en ese sentido cuando he dado largos paseos por la ciudad, y es evidente que uno no se siente igual paseando por un centro comercial blanquecino de anorexia que por un barrio de potaje humilde como Las Delicias, con sus casas bajas, sus callejuelas de luz anaranjada y sus pasajes abovedados de cal, pero me resultan tan ajenos que me costaría escribir un texto sobre ellos. En cambio, es pasar por otros lugares tan preñados de recuerdos importantes, como Zamora, El Palo o las calles Duende 8, Acacias 8, Antonio Martelo 5, etc., y la boca se me llena de un nido de víboras. 

    Lo que quiero decir con todo esto es que no sé si nuestra historia habría sido la misma si no hubiera transcurrido en Guadalmar, porque este barrio es una burbuja en la que, cada vez que entro, me siento de nuevo como aquel chaval de dieciséis años que iba a verte todas las tardes subido a lomos de Capitán Nemo. Me reencuentro con tu persona actual y me parece que todo aquello fue un sueño extraño, y que, si terminó, fue porque ya no tenía razón de ser. En cambio, hoy he pasado por tu calle y he sentido unas ganas dolorosas de volver a nacer y volver a experimentar los mismos subidones adolescentes y volver a cometer los mismos errores y volver a pasar una noche entera tumbados en el césped de tu piscina hablando sobre mil películas y volver a dejarme llevar hasta perder la conciencia y la identidad. 

...y ocho años han sido revocados. 

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