viernes, 20 de mayo de 2022

E-pistola 27 (a.k.a. Clinamen fluvial)

 Y allí sobre un lecho barato, miserable,
el cuerpo tuve del amor, los labios
voluptuosos y rosados de la embriaguez —
tal embriaguez, que aun ahora
cuando escribo ¡después de tantos años!,
en mi casa vacía me embriago de nuevo.
Constantino Cavafis, «Una noche»


¿Sobre cuántas camas nuestros cuerpos habrán caído rendidos –como una bendición– con apenas la fuerza necesaria para unas caricias postreras y unas últimas frases borrachas de plenitud? Ahí, entonces, tiene lugar ese gestito tuyo que me conmueve más que la caída de siete imperios, que me colma de un regocijo mayor que siete amaneceres: cuando te das la vuelta, acercas tu espalda coquetamente a mi pecho y, finalmente, encajas tu bello culo cálido contra mi cintura, con un golpe tan discreto como irrebatible.


¿A cuántas calles meridianas y bulliciosas nos hemos lanzado para contemplar las pintadas de sus muros –aquel «ya no soy kantiano», aquel «a ti te gustan los malos»– y los escaparates de las librerías, más absortos realmente en las palabras que manaban a borbotones de nuestras bocas sedientas del otro? ¿Por cuántas calles regresaron a casa nuestros cuerpos agotados de amarse bajo balcones preñados de luz tenue?


Jamás pensé que un año después de conocerte a la vera del Guadalquivir volvería a escribirte otra e/pistola, enfrascado como estaba en ir preparando textos trágicos que lamentasen el fogonazo de placer que habías imprimido en mi devenir y aliviasen el dolor que dejarías tras el naufragio. Te juzgué mal. O, más bien, enseguida percibí tu naturaleza contradictoria: mitad ninfa, mitad súcubo; mitad corteza de haya, mitad terciopelo eléctrico; mitad cabaña silvestre iluminada por un fuego titileante, mitad habitación de motel por cuya ventana se cuela una cascada de neón rosáceo. Y no sabía cuál me mostrarías…


Cuando follaba contigo –esa enfebrecida y animal batalla, cada vez más profunda, cada vez más violenta– siempre tenía la sensación de querer llegar más allá, más adentro, hasta un enclave borroso en que nuestras almas fuesen una. Aquel blablacar que cancelé después de que me dijeras que mis prácticas amatorias te parecían suaves… Has convertido mi dulce concupiscencia en un brutal alarido. 


Pero, a pesar de los dedos clavados en la carne –próximos a la desolladura–, a pesar de las arcadas, de la piel enrojecida, de las gargantas aprisionadas, del ansia con que nuestras bocas se apretaban, había una barrera que nunca alcanzaba derribar. Como si todo el festival de lujuria no fuera sino un mero santuario de placer en el que yo rezase implorando por una fe que no me llegaba. Hasta aquel mañaneo en que la pared del Centro Federico García Lorca cobijó nuestras espaldas fatigadas de danzar alrededor de los sonidos eléctricos de una tribu embadurnada en purpurina. 


Qué dulces al recuerdo la blancura de este muro y el tibio sol de invierno que nos bañaba. Cuando me anunciaste –como se anunció el ángel Gabriel a la Virgen María– que teníamos pendiente un café en alguna terracita nostálgica de Lisboa. Obviamente, este cuartito de siglo que he devorado ha sido lo suficientemente revelador –con mis lecturas, mis vivencias– como para prevenirme de mis deseos de algo eterno. En cambio, creo que sigue siendo igualmente legítimo –en nombre de la poesía y de la belleza– construir palacios aéreos y volátiles en los que vivir a crédito. Aunque luego se desplomen y haya que refugiarse nuevamente en un precario habitáculo de nihilismo ponzoñoso.


No sabes cuán fortunoso me siento de haber podido trazar contigo esta nueva mitología a lo largo del club de lectura nómada que han sido nuestras colisiones fugaces. Este nuevo lenguaje tallado a medias y repleto de aires vanguardistas, flamencos y contraculturales. De nostalgia por épocas pasadas en las que bullía una mayor vitalidad colectiva en los barrios. De músicas agresivas que invitan a la autodestrucción jubilosa o sensuales como un gemido anónimo en la madrugada. De extrañas e inasibles teorías que pretenden devolver a la nociva concepción de humanidad el elemento animal y monstruoso que le fue arrebatado. Etcétera. 


En definitiva, adoro que nuestra comunidad caleidoscópica se haya vuelto operante. Que después de aquel clinamen tórrido y fluvial, el secreto que marca la distancia interpersonal se haya visto estrangulado por una complicidad cada vez más tierna. Ahora nos miro desde fuera, como un transeúnte solitario que caminase ebrio por los alrededores de la calle Carmen aquella noche, y nos veo presos de una carcajada irreductible, compartiendo las lecturas que más habían marcado nuestra identidad: Rayuela, lxs beats, etc. y cualquier texto que te dedique me resulta vacuo, un mero balbuceo incapaz de asir la gracia de nuestros pasos y el rugido atronador de nuestras miradas. 


       Tantas palabras para un mismo sentimiento… Tantos altos vuelos para poder decirte –tratando de provocar el mismo efecto que la primera vez que te lo susurré, en aquel airbnb cutre de Dos Hermanas– que te quiero, abyecta y peligrosamente, y que espero que sigamos intercambiando fanzines por mucho tiempo.

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