Javier Marías es un autor que muchos críticos de la literatura están empeñados en elevar a la categoría o bien de clásico contemporáneo o, los más humildes, de representante de las letras hispánicas actuales. Respeto la labor de estos críticos, y puedo entender que bajo tanta verborrea hay quien vea en los escritos de Marías a una personalidad muy leída y digna de interés, gracias a su gran formación académica. Sin embargo, debo ser franco admitiendo que pese a su impecable escritura se me revuelven las vísceras con el contenido de sus textos, desde el insufrible Todas las almas (1989) a cualquiera de sus artículos de opinión, en los que hace gala de una falta de reflexión enorme. Y es que si la personalidad se forja a base de prejuicios, Javier Marías es toda una personalidad, que deja claro en un par de artículos que no le gusta ir al teatro.
Del primero de ellos, «¿Por qué detesto el teatro?», que leí hace tiempo, aportaré una de sus afirmaciones clave para que se comprenda mi frontal rechazo por este autor: «Creo que el primer culpable de mi aversión es el cine. Para quien se educó desde niño en este arte de la representación, la que las tablas ofrecen no puede por menos de resultar comparativamente pobre, hierática e inverosímil.». Como si el teatro y el cine no pudieran disfrutarse a la vez en sus distintos lenguajes y formas de abordar la verosimilitud, pues mientras que el cine «muestra» una historia, el teatro la «representa». En el concepto de representación hay implícito un esfuerzo por parte del espectador, que debe prestar una imaginación activa para que la obra funcione, pero no me puedo extender en ello porque esta divagación pretende llegar a un fin.
En este nuevo ataque al teatro posmoderno contenido en la columna «Ese idiota de Shakespeare» hay también una serie de prejuicios que no podré desarrollar con la precisión desearía. Para empezar, percibo un gran rechazo a la incorporación de la mujer a la vida pública que está produciéndose desde el siglo XIX, que no catalogaré de «machista» porque es una palabra delicada, pero sí de reaccionario. Ilustraré esto con un ejemplo: «Es como si la mejor futbolista protestara por ganar menos que Messi: se da el caso de que éste convoca a millones de espectadores y genera dinerales.», refiriéndose a la versión de Julio César puesta en escena por un reparto femenino. Creo que cualquier versión o actualización de un clásico responde a su propia definición de «texto que se mantiene joven a pesar del transcurso del tiempo», pues permite extrapolar su materia a cualquier ámbito o situación que se encuentre fuera de este, y la decisión de utilizar únicamente actrices responde por supuesto al empoderamiento de la mujer, pero también posee una coherencia intradiegética, ya que el conflicto se situó en una cárcel de mujeres, y la obra debería ser valorada por su calidad, y no por la conformidad con sus motivaciones.
Don Carlos, de Schiller. Director: Nicolas Steman. Foto: Ctibor Bchatry. |
Las versiones nunca empobrecen al original, pues este se encontrará siempre intacto y a disposición del que lo quiera representar en su forma más «pura», por tanto, creo que el problema no proviene de la libertad posmoderna para zarandear y revertir los clásicos, sino de la terquedad de un autor que no comprende lo positivo de que la mujer se halle en plena lucha contra un patriarcado que la ha silenciado durante siglos, y que si Messi mueve más masas que la mejor futbolista femenina no es casual, sino que manifiesta la devaluación sistemática de la valía de la mujer, como demuestran muchos estudios serios sobre el tema, como Calibán y la bruja (2010).
Igualmente, Javier Marías muestra su esnobismo en la frase que da título al ensayo: «como hoy hay licencia para falsearlo todo, se corrige al idiota de Shakespeare y ahora está de moda que a todas esas figuras las interpreten mujeres» (Marías, 2017). Nadie está corrigiendo a Shakespeare, se le está versionando, y el hecho de que se elijan sus textos para crear nuevas obras es una señal de que la posmodernidad no desecha tanto la tradición como se suele decir, sino que la respeta, pero más se respeta a sí misma, y sabe que en ese respeto no cabe traer al presente la tradición sin revisarla y revertirla. De lo contrario, caeríamos en el inmovilismo canónico. Además, decir que «está de moda» es condescendiente, y me parece una falta de respeto hacia todas las mujeres que aportan su granito de arena hacia una sociedad más equitativa. No está de moda, es lógico que tras siglos y siglos en una situación de sumisión se esté dando el fenómeno contrario, y ahora quieran comerse el mundo, hasta que se estabilicen los cambios y se logre el equilibrio. Por último, como en casi todos los discursos de autores elitistas, faltaba más que sacara a colación la «ignorancia de los jóvenes, o de la gente» (Marías, 2017), sin pararse a pensar en la suya propia, en tanto que ser humano.
Espero que se me comprenda, respeto como persona a Javier Marías, e incluso entiendo lo que quiere decir en sus escritos, pero empatizo mucho más con la lucha feminista y creo que no se debe tolerar sin realizar una crítica razonada a este tipo de autores de prestigio que, como Arturo Pérez Reverte, se dedican a lanzar desde su cátedra todos estos dardos envenenados y llenos de recelos contra las personas que se esfuerzan por crear un mundo más respetuoso y en el que todas las perspectivas tengan cabida en ese campo de batalla tan conflictivo que resulta ser la cultura.
- Bibliografía:
- Marías, J. (21/01/2001). ¿Por qué detesto el teatro? El semanal. Sin pp.
- Marías, J. (22/01/2017). Ese idiota de Shakespeare. El país. Recuperado de: