lunes, 8 de octubre de 2018

De sufíes, caza furtiva y mujeres

Occidente es la cuna del coleccionismo. Pero no solamente en lo que concierne al dinero o las propiedades, sino que hemos sido educados para conseguir cosas, capturar los animales, cortar las flores y coleccionar lo bello. ¿Herencia de los cazadores-recolectores primitivos? Tenemos una especie de fascinación por los objetos muertos. Esta acumulación de riqueza que no hace más que angustiarnos fue relacionada por Freud con la etapa pregenital de manipulación de las heces, en la que el niño examina fascinado y no deja escapar por la tubería a los pedazos de materia inerte que su cuerpo ha conseguido fabricar, y que por tanto le pertenecen aunque no sepa muy bien cómo utilizar tan misteriosos objetos. Las únicas referencias de amor no posesivo que me vienen a la cabeza son orientales: los sufíes, el budismo y el taoísmo, es decir, las tres filosofías tan jipiosas como radicalmente contraculturales que vienen a desmoronar los cimientos de nuestra civilización solamente con un mensaje tan sensato como: «¿Amas algo? Gózalo». 

Sobre todo me interesa este concepto a la hora de hablar de relaciones sexo-afectivas. Y sobre todo me interesan los sufíes, que distinguen tres planos de conocimiento: el sensitivo, el intelectual y el amoroso, ¿y nosotros? uno: tener un diploma. La gran mayoría de las parejas solamente llegan al primero, se aman los cuerpos, nuestra capa externa, pero no llegan ni siquiera a entenderse intelectualmente, es decir, saber qué es el otro mediante palabras. Hacerte una idea de a quién tienes al lado para así cuidarlo con respecto a sus necesidades, no a las tuyas propias. La mayor parte de las veces, como defiende Žižek, proyectamos una idea de lo que es esa persona basándonos en nuestras fantasías, y cuando la convivencia hace sus estragos nos quedamos con cara de gilipollas al darnos cuenta de que obviamente no es quien esperábamos. Entonces… entonces comienza la violencia. La consecuencia más extrema de todo esto es la misoginia, que no es más que la frustración por no poder poseer a la mujer como un objeto muerto, como los hombres querríamos que fueran. 

Danza sufí
Cuando leí el tercer nivel de conocimiento sufí me quedé de piedra: solo amando algo es cuando realmente lo comprendes. Pasa con todo, con la naturaleza, con las personas, con el arte e incluso con los objetos. Puedes entender la obra de un músico, de un escritor, y disfrutarla si el mensaje y sus contornos entran en tus cánones, pero cuando la amas… tienes que cambiar el canon. Y la mente se te abre y se muestra receptiva ante un nuevo lenguaje, un nuevo sonido, una nueva propuesta de vida, o lo que sea, y a partir de ahí es cuando disfrutas incluso con sus defectos y quieres que ese espíritu creador siga vivo y correteando por el mundo, para que desparrame todo su arte y su voluptuosidad por doquiera que pase. 

El fetichismo por la exhibición de objetos viene de muy antiguo. El Criticón, una de las obras cumbre del barroco español que por cierto no he leído, tiene un capítulo bellísimo -que sí me he leído- en el que los viajeros llegan a casa de Salastano, anagrama de un aristócrata de la época, y este les enseña un típico gabinete de maravillas renacentista. Básicamente, lo que hoy entenderíamos como un museo privado, en el que se acumulan fósiles, piedras extrañas, pájaros, hierbas… traídos de lugares exóticos como América. Y lo de esta gente no llegó a ser tan nocivo porque eran cuatro frikis adinerados, pero hoy, con la democratización de casi todo cada vez hay más frikis con dinero. Pero me enteré hace poco de que el tráfico de caza furtiva mueve tanto dinero como el de droga y el de armas, ya que al parecer hay gente dispuesta a pagar 20.000 euros por una lagartija de apenas 15 centímetros, pero que está en peligro de extinción. ¿Ama esta gente la naturaleza? Tanto como los cazadores deportivos. 

Ama la naturaleza el explorador que guarnecido tras su parapeto observa a través de los prismáticos la existencia natural de las aves, pues sabe que volarán si se acerca. La ama el que disfruta de un baño bajo el sol de mayo, el que pasea los bosques cuando la vida urbana se lo permite, el que se introduce hasta el corazón mismo de la montaña o del desierto, pero no quien la destroza y viola. No quien la mata y expone su cuerpo sin brillo en casa. 

¿Y con las mujeres? Porque lo de observar con prismáticos es voyeurismo y a algunas no les sentaría bien, y tampoco se puede pasear por ellas sin mayor consecuencia, según qué casos, porque algunas tienen muchos pasadizos y rincones por los que al final puedes perderte más fácilmente que en un bosque. También existe la posibilidad de introducirse hasta el corazón mismo, con cuidado de no perder el Norte. Lo importante es quitarnos de encima esa necesidad tan horrenda de pensar que son nuestras, y no agobiarse si no te permiten el acceso a su parque paraíso natural, porque como decía un ladino Arturo Puig en Lugares comunes, hay que disfrutar de su presencia. Y la verdad es que tiene razón, un grupo de personas sin una mujer pierde brillo y gracia. 

A lo mejor no hay ninguna a la que «conozcas» realmente, y todo esto puede sonarte a chino, algunos solo pueden soportar amar a una, y otros dicen amarlas a todas, porque de lo que realmente están enamorados es de la sensación tan oceánica que te produce una mujer. Ama lo que te dé la gana, el amor siempre es bueno, pero no rompas la fluidez del mundo proyectando ni tus fantasías platónicas ni tus traumas ni tus deseos de salvar o de ser salvado sobre una criatura que probablemente solo quiera patalear para celebrar este mundo que está tan bien fabricado.

Diego Supertramp, otoño de '18

jueves, 4 de octubre de 2018

«In the end, you’ll be hooked, too»

La semana pasada estuve con mi familia en Berlín, una ciudad cuyas paredes hablan si sabes su lenguaje, y en la que cada esquina parece tener apostado un buhonero de historias. En uno de los largos paseos, vimos en el barrio turco un cartel de la película Yo, Cristina F., que solo Dios sabe cuántos años podría llevar allí. Bajo la imagen, un eslogan publicitario advertía de que «In the end, you’ll be hooked, too» (al final, tú también quedarás enganchado). ¿Enganchado a qué? ¿A la heroína? Mmm… un poco desfasado… aunque allí, en Berlín, parece ser que hoy en día muere más gente por el jaco que en los gloriosos años ‘70. ¿Enganchado a la película? ¿A la estética alienígena de David Bowie? El caso es que no me paré demasiado a pensarlo porque en la siguiente bocacalle nos asaltó el curioso y gigantesco graffiti del astronauta sin bandera. Pero la sentencia quedó flotando en mi subconsciente, buscando dónde acomodarse entre el montón de basura que llevo acumulando durante 22 años. A la mañana siguiente tomamos un metro para acercarnos a un mercadillo dominguero bastante variopinto en Mauerpark. 


Oh na na, Cypress Hill. Iba empanado escuchando el disco nuevo de Cypress Hill (bastante mierdoso, por cierto), cuando entró la típica mujer lastimosa ofreciendo una limpieza de conciencia a cambio de dinero. No sé qué hostias andaría diciendo en alemán, pero me chocó observarla en mute, porque si comparo sus piernas y sus brazos con cables me estaría quedando corto. La piel sobrante, ante la ausencia de carne que cubrir, se acumulaba arrugada en los ojos sirviendo de tobogán para sus lágrimas e impidiendo estimar su edad. Sin embargo iba arreglada: con tacones altos y maquillada, lo que producía al mismo tiempo un poco de grima añadida y la impresión reconfortante de que no estaba del todo perdida, aunque sus miradas autocompasivas no decían lo mismo. La chapa silenciosa no cesaba. Nadie le dio nada. 

Subway train, JohnnyThunders. Solapado con el otro espécimen, entró uno nuevo. Esta vez diría que de unos 40-50 años, gordo como él solo, sucio y desastrado, con psoriasis, la cara congestionada por el alcohol y una herida profunda en forma de T y a punto de infectarse en el codo. Llevaba una solemne tajá y aun así osó quedarse de pie, de espaldas a mí y encarado a mi madre, que iba sentada. Sostenía un gran vaso de plástico lleno hasta la mitad con la misma mano con la que se agarraba para no caerse, porque en la otra pujaba con una rebosante bolsa de tela de las que venden en el súper. Con el dulce y cadencioso traqueteo del tren se fue durmiendo de pie, y parecía tener un largo recorrido porque estuvo así durante dos o tres paradas. Yo miraba el vaso, que yacía casi en horizontal, miraba el líquido como una especie de medidor de fases del sueño y me percataba de cómo se bamboleaba con cada curva hacia adelante y hacia atrás a modo de olas etílicas que no llegaban a alcanzar el borde del vaso y precipitarse sobre mi madre. Un giro brusco abatió al notas sobre mi madre y, con ayuda de mi padre, lograron erguirlo de nuevo. El vaso estaba intacto y lo apuró antes de que se derramase definitivamente. Todo un profesional.

Dysfunctional, The Psycho Realm. No recuerdo cuándo entró el tercer ejemplar de esta fauna con la que compartíamos vagón, pero este tampoco estaba del todo extraviado. Iba de vuelta a casa (supongo) bastante «enhuertao», no paraba de hurgarse la nariz con la fuerza de un minero buscando oro y sin parar de moverse eléctricamente, hasta que enrolló un billete y comenzó a rascarse con él la fosa nasal, aspirando todo endemoniado hasta que empezó a sangrar. A saber qué andaba buscando, preguntó luego mi madre. Me mordí la lengua. Mi padre pronunció las siguientes palabras «iría todo espídico, o puesto de pastillas, quién sabe, esas mierdas te convierten en un psicótico y como te dé por pensar que tienes cualquier cosa en la rodilla eres capaz arrancarte la pierna si hace falta». Gracias, papá. 

En los 5 minutos que nos separaban del mercadillo nos encontramos con otro famoso graffiti berlinés en el que Conrad Schumann ejecutaba el salto más fotogénico de la historia. El soldado de la RDA fue la primera persona en saltar el Muro de Berlín cuando solo era alambre de espino. Lo vio claro y no esperó a que fuera de ladrillo. Berlín es una ciudad joven, pero como decía antes, su cuerpo es el de un anciano decrépito con el gusto de narrar fascinantes historias en el asilo. 

Me repatea la gente que lee a Bukowski desde arriba, riéndose de la procesión de malditos que este autor exhibe en todos sus relatos. Pero el viejo alcohólico lo sabía bastante bien: ellos no siempre estuvieron malditos. 

Me vino a la cabeza la típica reflexión de que tanto la decrépita oradora, el borracho malabarista y el mini-albert-rivera fueron niños alguna vez que esperaron cosas de la vida y que fantasearon con su adultez. Fue entonces cuando me acordé de la frase que apuntalaba el cartel de Yo, Cristina F. contra la pared. Y el existir se me antojó en la imaginación como un larguísimo campo de minas por el que tienes que correr para llegar finalmente a un desfiladero. Desfiladero que para motivarse durante la carrera algunos llaman paraíso, pero yo, sinceramente, no concibo que sea más que un desfiladero oscuro y sin fondo. Por tanto, hay que darlo todo en el trayecto… que muchos ni siquiera logran terminar, pero no basta con esquivar las minas, sino que periódicamente un muro coronado con espino se presenta ante ti. 

No todos nos topamos con los mismos muros -mentales o físicos- sino que el dinero, el nervio y la inteligencia que tengas, los buenos amigos que te tiendan la mano, la educación que recibas, la familia que te toque y el lugar en el que naces determinarán si los muros son más o menos frecuentes, y de mayor o menor altura. Cada muro que saltas es un periodo de frenesís, de crecimiento y de aprendizaje, pero puedes quedar enganchado. Y raro es cuando algún transeúnte te ayuda si quedas colgando a merced del viento, agarrado a un alambre con las manos ensangrentadas o cabezabajo como un idiota, con la pierna atravesada en el espino. Normalmente solemos pensar o que se lo han buscado o que ya nacieron estrellados.

En cierto modo, empatizo bastante con los especímenes que se montaron en aquel metro, pero no desde la pena y desde arriba, alimentando mi ego con el sufrimiento ajeno como Teresa de Calcuta. Sino desde la igualdad y el desconcierto, pues aún me quedan muchas vallas por saltar: quién sabe quiénes eran ellos antes de ir dando la nota por el mundo. Creemos que los desgraciados han tenido esa facha desde siempre, pero no es así, solamente son gente que se enganchó. Hay que tenerlo grabado: «In the end, you’ll be hooked, too». 

Diego Supertramp, otoño de 2018

el escritor es un cazador insomne

con respecto a lo de ser escritor pues antes pensaba que el oficio te lo daba una mirada única y es cierto que no basta con tratar de poner ...