miércoles, 8 de diciembre de 2021

E-pistola 77

 «Pero si tú conmigo te llegas a portar mal,

que yo voy a soltar un escuadrón de palomas

para que puedan volar»

«Mujer divina», Joe Cuba


Acabo de llegar a casa después de una sesión de tecno en la Paris 15 en la que he exorcizado los demonios que se habían agolpado en el umbral de mi puerta al mundo. Adoro cuando consigo mantener rutinas que dotan a la realidad de un cierto sentido, pero para bien o para mal, las siento carentes de interés sin estas dosis de desequilibrio que dan salida al instinto de muerte reprimido durante esos días. Después de toda una noche frenética y luminiscente, noto mi cuerpo reseteado, blando, dolorido. Una fina capa de magma pegajoso y con olor a colilla me recubre todo el cuerpo. Esa sensación de viscosidad que envuelve todas las actividades de la vida que merecen la pena. Voy a ducharme. 


Volví a casa tras una última raya de speed que nos metimos cerca del parking de la Paris, entre los arbustos de una gran rotonda del polígono, mientras amanecía, escuchando a las Grecas y a los Chichos. Allí, mantuvimos una última charla empapada de amor y complicidad. Cuando nos despierte el sobresalto de la bajona, quizás no nos parecerá sino una ilusión efímera. No obstante, fue real. 

Después de que una agresiva y amenazante pastilla Philipp Plein derramase el baúl de las palabras de forma caótica para lanzárselas a la gente sin ton ni son, el speed vino a poner un poco de orden en este desbarajuste, colocándolas como un DJ coloca los vinilos en su caja, para crear un partenón lingüístico. 


En el trayecto en bici hasta mi casa, me puse canciones de esas que te lamen la mente, como el «Today» de Jefferson Airplane. He estado pensando en tu nombre, tratando de encontrar un motivo para que me resulte tan evocador. Y es que, llamarte Marina y vivir en ciudades del interior supuso el anticipo de lo que habría de venir. Una mirada profunda y liviana al mismo tiempo, que atraviesa todos los kilómetros de montañas y valles que se le pongan por delante para mantener en consideración constante la quietud infinita del mar. 


Mi estado natural –aunque no por ello el más cómodo– es la soledad, y antiguamente, cuando los dulces resquicios de las drogas me llevaban a estos torrentes de palique creativo, mi impulso era quedarme con alguien para tratar de compartirlos. Salvo deliciosas excepciones, siempre daba como resultado el fracaso y la frustración –¡obviamente, no sé qué coño esperaba!–. No obstante, lo que hago ahora es abandonar la escena del crimen. Huir a mi laboratorio secreto para sacar algo en claro de tanta destrucción, creando así territorios independientes en el ciberespacio. Pues, as you would say, escribir es libertad. 


El recuerdo de tus largas uñas de perra cruel hundiéndose en mi espalda y arrastrándose por ella produce en mi imaginación el tintineo de un arpa cristalina. Diamantes que caen por una escalera. Despertarme antes que tú y observar tus curvas descansando a lo largo de la cama. Observar desde la cama cómo te vistes, cómo te maquillas, cómo caminas por la habitación con la ligereza de un gato. Observarte. Me redime del nihilismo cotidiano. 

Cuando te conocí, no me pareciste sino una rara avis envuelta en llamas, hasta que tu mirada chorreó mis manos de flujo y me hizo ver la mezcla de elementos que conforman tu poderosa existencia. Un rasgo que me hermana a ti es la integración de los opuestos y la fluidez con la que transitas diferentes mundos. La conciencia que tienes de que el breakbeat no niega a los Smiths, que no hay por qué elegir entre el grafiti agresivo y marginal y la poesía delicadita francesa. 


Comprender que cada eventualidad del devenir, ya sea positiva o negativa, es una oportunidad para aprender, hace que me sienta indestructible. Nada puede entonces manchar de desesperanza el díadía a causa de melancolías sobre lo que sucedió o de preocupaciones sobre lo que sucederá. Y así es como percibo la existencia después de haber pasado unos días contigo, absorbiendo a cada instante la celebración de la vida que constituye tu ser. 


También yo he mirado hacia los años venideros como un peregrino otea un sendero que se pierde en un horizonte infinito. También yo soy un homo viator. Y por eso me pone muchísimo que las cinco únicas veces que nos hemos visto hayan sido en cuatro ciudades distintas, y que en cada ocasión hayamos creado escenas que tan solo Cortázar podría describir sin desvirtuar su belleza. 

Esa primera noche en que nuestros cuerpos entrelazados se reflejaban en los cristales de tu ventana, mientras el amanecer se corría con un torrente de tonalidades cálidas que entraban tímidamente en tu habitación para presenciar el espectáculo. 


Aquella otra en que los gemidos eran ahogados por el estruendo de los truenos y el estrépito de una lluvia violenta, en la habitación principal de mi castillo errante en Zamora, junto a una mesita de noche manchada vino y hebras de tabaco. Caminar por sus calles empedradas curioseando los nidos de las cigüeñas en los campanarios. Tan bien armonizaron las tormentas estivales con la dionisiaquez y la concupiscencia de toda tu estancia en mi refugio del tiempo… Incluso, en aquella larga tarde de resaca en la que nos colmamos de relatos y reflexiones sobre nuestras vidas mientras escuchábamos música. Y cómo manaban esas conversaciones… Como de un manantial infinito de vivencias nacido de nuestra insaciable sed de aventuras. Un vivir-para-contarlo en el que las consecuencias directas de cada experiencia enmudecen ante la satisfacción de haber tallado un poema con nuestros cuerpos. 


¿Existe algo así como una coniunctio viator, una relación viajera? Nuestra historia es una autovía por la que no hemos dejado de conducirnos en soledad, para luego coincidir en restaurantes de carretera y áreas de descanso. Lugares invisibles en los que apuran su copa personajes anacrónicos: autoestopistas de piel dorada, camioneros transexuales, funambulistas desesperados, amas de casa en busca y captura. A menudo, cuando llego a estos espacios anónimos y al margen de la civilización, tú ya estás ahí, con tu vestido de lunares, taconeando bajo una cascada de jacarandas que caen de un sitio indeterminado del cielo. Golpeando con furia la tarima. Para exigir, ya que estamos aquí, todo lo que es bello. 


(¿)Somos el fragmento de una película sin final, un estallido efímero, amantes pasajeros, un conato de revuelta rápidamente sofocado, una zona temporalmente autónoma que debería desmantelarse y desaparecer sin dejar huellas en cuanto el amor deje paso a la enfermedad(?)


Ojalá sintiese eso, pero una compañera de viaje como tú no se encuentra todos los días, y mis más tiernos apegos ya se han aferrado a ti del mismo modo en que te abracé el día en que finalmente no te fuiste de Zamora. Todas las mañanas me levanto con el ego descompuesto. Durante un rato, mis acciones son dirigidas por el inconsciente. Un despertar agónico en el que no tengo control de mis pensamientos, por lo que resulta un momento del día idóneo para estudiar cómo se organizan mis esquemas psíquicos salvajes. Resulta entonces revelador cómo, tras sonar la alarma que anunciaba tu partida, mis piernas y mis brazos se enroscaron en torno a los tuyos en un intento de no dejar marchar tu calor y la suavidad de tu piel. 


Has demolido la fortaleza que había erigido para no volver a ser herido tras un primer amor inocente en el que creí a ciegas en lo eterno. Ahora, quiero lanzarme contigo a la noche como un coche bomba. 


Me apena la idea de que, tal vez, amar concibiendo que el final acecha detrás de cualquier esquina, amar con reservas, sea amar a medias. Me gustaría poder entregarme como cuando era un alma inocente e intacta, y no con esta fragmentación tan típica de los tiempos que corren. Me gustaría poder imaginarnos en unos años tomando café en Lisboa, en una terraza frágil y nostálgica, exiliada de la prisa, sin autocensurarme ni sentirme estúpido. 


En cambio, pienso que haber aprendido a montarme en trenes con la conciencia de que en algún momento habrá que regresar a casa es un síntoma de sabiduría, que lo realmente malo habría sido renunciar a viajar. Comprender, finalmente, que el amor es un pájaro en llamas, un ave milagrosa destinada a infundir vida y esperanza a cuantos son testigos de su vuelo para, inmediatamente, precipitarse contra el suelo y reventar en una nube de polvo y ceniza. 


No sé de qué manera terminará todo este delirio, aunque espero que siempre sigamos en contacto. Tu manera de moverte por el mundo me hacen pensar que te espera una vida tan extraordinaria como gloriosa de la que quiero ser testigo. 


Te amo. Endiablada y trágicamente.

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