viernes, 7 de junio de 2019

Una historia peculiar

La historia que les voy a narrar me la contó un viejecito de mi bloque en una ocasión, cuando me lo encontré en la frutería de abajo. Mi madre me mandó comprar puerros, zanahorias y berza para un puchero y fui presuroso a por tales ingredientes. En cuantito que entré, este señor en cuestión me saludó amable y sonriente, «¡Hola, Carlitos! ¿Cómo estás hoy?», a lo que yo contesté que muy bien y que esperaba que él también lo estuviera. Después de unos minutos esperando una larga cola, y viendo que no avanzaba con fluidez, el anciano bonachón se inclinó hacia mí y me preguntó que si quería escuchar una historia algo peculiar, y obviamente le dije que sí, que me encantaban las historias. 
  El viejecito, tras un ligero carraspeo, me empezó a hablar sobre un amigo suyo al que su madre quiso en demasía. «No es que una madre no deba querer con locura a sus cachorros, por supuesto -me dijo- pero sí que era verdad que cuando este amigo suyo creció, su madre continuaba tratándolo de la misma forma que cuando era un crío». El problema llegó por el carácter delicado de la profesión a la que este buen hombre decidió dedicarse, que no era otra que ser  cámara de las llamadas películas para adultos. Para ello, hizo un curso rápido de audiovisuales y, en cuanto tuvo su diploma en las manos, comenzó a solicitar trabajo en todas las sedes de la industria que se encargaban de la creación de estas películas. Pero no podía enterarse su madre, pues se pondría hecha una fiera y le castigaría, así que se resolvió por compaginar la búsqueda de su pasión con un trabajo más acorde con los gustos de su madre a modo de tapadera. 
No pasó mucho tiempo y empezaron a llamarle para desempeñar ambas labores, la aceptable y la secreta, y cuando su madre lo acompañó a su entrevista de trabajo, se quedó sorprendida ante la abundancia de carteles con mujeres en ropa interior que había colgados, y también le hizo sospechar el hecho de que todas las trabajadoras que por allí rondaban eran demasiado melosas y ligeritas en su actuar. Sobre todo porque su hijo le había dicho que la entrevista era en una empresa especializada en hacer orlas para los colegios e institutos. Pero pensó que su hijo debía de trabajar ya de una vez por todas, y ya se encargaría ella de que aquellos putones no corrompieran a su inocente pequeño. Finalmente, mi amigo firmó su contrato por algunos años, girándose antes con orgullo hacia su madre, que le sonrió con un gesto afirmativo y de aprobación.
Ya en su primer día de trabajo, nuestro tímido cámara comenzó a marearse imaginando lo que su madre pensaría si lo viese allí, contemplando esas cosas sucias de las que ella lo había intentado alejar. Nada más llegar a casa se puso a vomitar, y cuando su madre le preguntaba que qué le ocurría, él se limitaba a contestar que eran los nervios del primer día. Aquel día, por ser el primero de todos los que vendrían luego, su madre se conformó con la explicación, pero después de casi un año repitiéndose la misma escena cada día no resultaba ya creíble decir que eran los nervios del día número doscientos y pico. Así que, segura en su convicción de que algo raro estaba sucediendo, se plantó en calidad de madre de tal y cual en los estudios de grabación y, cuando vio el percal que allí había, formó tal escándalo que la historia llegó a oídos de casi todo el barrio. Muy poco sociables tenían que ser los que no se enteraron del suceso.
A algunas madres y padres prejuiciosos que no toleraban ni entendían el arte de la industria del cine para adultos, les indignó que un hombre que se ganaba la vida en dicha industria hubiese pasado un tiempo a solas en una habitación con sus hijas e hijos para sacarles la foto de la orla, así que no tardaron mucho en llegar familias con intenciones maliciosas y, desde luego, muy pocos escrúpulos, a levantar falso testimonio sobre presuntas caricias, mimos y tratos licenciosos con los que había tratado a estas pequeñas criaturas. Sin duda, este chorro de denuncias se debió al afán de dinero, pues el viejecito de la frutería aseguraba que su amigo nunca había roto un plato. 
Por fin llegó nuestro turno y pagamos por nuestras respectivas compras. Tras esto, y dirigiéndonos hacia la puerta para salir, el viejecito me susurró con todo confidencial que en realidad no tenía ningún amigo, y que la historia que me había contado le sucedió en realidad a él mismo. Antes de irse me dijo que si jugaba con él y prometía ser su amigo, me contaría más historias peculiares, que de esas tenía muchas porque acababa de salir de la cárcel. Con mucha pena, yo le contesté que me tenía que subir a darle las verduras a mi madre y ayudarle a cocinar, y después de decírselo hice el amago de marcharme, aunque antes de girarme pude ver en sus ojos dos pozos de melancolía y deduje que al viejecito le hacía falta un amigo, así que le propuse que otro día podía venirse a jugar a mi casa. El viejecito me dijo que le parecía estupendo, y que yo también podía ir a la suya siempre que quisiera para probar unos juguetes extraordinarios que tenía. Le dediqué una última sonrisa y empecé a corretear hacia mi casa, dando saltitos de alegría motivado ante la idea de tener un nuevo amigo. A menudo ocurren cosas fascinantes e inesperadas en los lugares más cotidianos.
Verano '19

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