sábado, 28 de agosto de 2021

Todos deberíamos tener un sótano

Hay dos tipos de personas, las que piensan que hay dos tipos de personas y las que no. Yo soy de las segundas. Pero sí que hay dos tipos de personas, las que utilizan la palabra «salvaje» como algo negativo, que son las mismas que dicen eso de «los niños que pintan las paredes» y las que la reservan para las mejores ocasiones. Esas que por lo general la guardan escondida bajo llave, protegida de la erosión, y cuando la pronuncian su mente hace chiribitas y por su lengua se desliza fuego y fiesta. Creo que todos deberíamos tener un sótano. Un lugar donde ser salvajes y sentir cada emoción como si volviésemos a nacer. 


    Ahora mismo estoy en mi sótano, en Zamora; no es literalmente un sótano, es un piso heredado de mi bisabuelo al que solo vengo yo porque está viejo y cutre. Y me encanta que sea cutre y viejo y que nadie quiera habitarlo porque eso hace que sea mi sótano. Cada verano vengo aquí de retiro espiritual para desintoxicarme del ruido –el ajeno, claro está: aquí dentro siempre tengo mi ruido–. Ahora he venido para empezar a escribir mi tesis sobre el punk en la dieta mediterránea y me estoy reafirmando en que no soy para nada un punk; tal vez un poco, mezclado con una pizca de jipi sobre una base caramelizada de ravero. O nada, simplemente. Si hacen falta tantos ingredientes para definirnos es tal vez porque no somos nada y todo lo que echamos a la sartén cae en el pozo sin fondo de la identidad. Acabo de ver una película –que si no estuviera basada en hechos reales me habría parecido una cursilada insufrible– sobre una profesora de Long Beach que conseguía conciliar a los chavales de distintas razas y bandas que coincidían en una clase por un proyecto de integración e incluso conseguía que escribiesen un diario de sus vidas que después juntaron y publicaron, y he tenido una visión clara de para qué he venido a este mundo. Incluso, he llorado; y hacía tantos siglos que no lloraba a pesar de las rabias y las melancolías cotidianas que ha sido toda una catarsis llorar de felicidad. 


   Cada verano aquí es una regeneración, y cada día transito el recuerdo de las mil crisis simultáneamente. La cantidad de recuerdos que se me vienen con cada detalle de la casa es abrumadora… No sé cuántos porros me habré fumado aquí, cuando las vacaciones de verano significaban el vacío y, como tengo horror vacui, lo rellenaba de mala manera. Me veía tres o cuatro pelis al día y para cada una de ellas me hacía un porro y entre peli y peli me hacía una paja. Ahora estoy teniendo que volver a ver muchas de aquellas pelis porque no conservo en la mente más que un par de imágenes. A veces, solamente un color. Qué época más guapa en verdad. Cómo me alegro de haber dejado los canutos, pero también me alegro de haber tenido esa fase en el momento preciso. Era otro sótano. Ahora recuerdo todo aquello como un periodo muy confuso, como si un largo viaje empezase nítido y soleado y de repente atravesases una región con niebla durante un largo rato y luego volviese la claridad. Me dirigía como una locomotora en llamas hacia el acantilado, no sé si rebosando vida o muerte. Pero tal vez la memoria me engañe y no fuera todo tan irracional y frenético como ahora lo recuerdo. El presente también lo veo muy claro y lúcido y a lo mejor dentro de unos años recordaré esta época como otra nebulosa extraña. Ojalá. El pasado no existe: todo narrativa. 

    También te recuerdo a ti tirada en el suelo de la cocina, dando patadas a la lavadora, reventando de frustración. Hubo varios momentos clave, pero creo que ahí comprendí que lo nuestro no iba a ser para siempre. Hoy me he encontrado el vaso de porexpán en el que grabaste con tu uñita la palabra «vidi» sobre un corazón y no he acertado a comprender cómo un amor tan enfermo pudo ser tan bello. O viceversa. Por fin he conseguido tirarlo a la basura: a veces soy una máquina de generar nostalgias, no sé por qué seguía eso ahí… Y el puzzle que hicimos... Ahí sigue, también, cogiendo polvo en la mesa camilla del salón, y no sé si tirarlo o enmarcarlo, aunque probablemente quedará ahí, cogiendo más polvo. 


    Me he desviado pechá del tema; pero ¿había un tema? Solamente estaba escuchando «Pale Blue Eyes» y he pensado que Lou Reed debía de tener un sótano inmenso que llevaba a todas partes y quería escribirlo. Es peligroso sentarse a escribir, de noche, sin un objetivo claro. Por eso era tan borde y frío y gilipollas con la gente, claro. Hay que defender los sótanos de las inundaciones. La gente siempre te está llenando el sótano de humo para que salgas a la superficie. Yo intento ser agradable con la gente y para ello tengo que dejar el sótano detrás de mí cuando cierro la puerta de la calle; pero cuando vuelvo, siento tan palpable esa parte de mí que luego no entiendo nada cuando delante de la gente no me encuentro.  A veces me entran ganas de encerrarme aquí dentro con mil tarrinas de tabulé, tabletas de chocolate y café y clavar tablones en la puerta y ver qué pasa. Supongo que eso fue lo que hice en la época de los porros y en la época contigo. Qué extraño que coincidieran tanto en el tiempo, ¿no? Ahora pienso que hay que salir a la calle, intentar construir otras cosas con la gente, no sé. Casas en los árboles o grandes relojes de cuco en las farolas o barricadas en la playa o cosas así. Es el tiempo del Eros. 

el escritor es un cazador insomne

con respecto a lo de ser escritor pues antes pensaba que el oficio te lo daba una mirada única y es cierto que no basta con tratar de poner ...